Llevo días preguntando a amigos, amigas y demás gente próxima si saben para qué demonios, y sobre todo a quién demonios sirve exactamente el Banco de España; con, leo por ahí, más de 3.500 funcionarios. Sabemos un poco para qué sirve el Banco Central Europeo, porque al parecer se encarga también de lo de los intereses que nos clavarán en la hipoteca, y eso nos pide un respeto, un cuidado y un mire usted, aunque igualmente nos parezca el juego de trileros de toda la vida. Pero de lo de aquí, nadie me dice nada cabal. Sin embargo, recuerdo desde hace algún tiempo a un gobernador del Banco de España (porque al interfecto, al baranda de la cosa, le llaman gobernador, no sea que no reparemos en Su Altísima Importancia) de cuando entonces, que se llamaba Miguel Ángel Fernández Ordóñez, y que estaba cuando los bancos, las cajas y parece que hasta las peñas recreativas llevaban la contabilidad de manera altamente imaginativa sin que al interfecto de entonces le pareciera nada raro, ni notara nada, el muy sagaz. Era cuando Bankia salió a bolsa con el señor Rato tocando la campanita de oro ésa.

Tengo pues la memoria de aquél mencionado interfecto, el tal Fernández Ordóñez, avisando a cada rato en la tele de lo mal que nos iba a ir si no nos ajustábamos el cinturón, el chaleco, la correa, todo, o sea. Nosotros, la ciudadanía, el común, él no; lo del él era justo y necesario. Pues el buen hombre este, que estuvo algunos años, seis pidiendo sin parar ajustes por nuestro bien, se comió toda la chapuza financiera del país; Bankia y demás, que costó lo que costó. Pero al parecer estaba tan ocupado dando consejos al Gobierno y saliendo por la tele todo el rato para convencernos de que ganábamos demasiado, que no reparó en lo que pasaba en el, así llamado, sistema financiero de los cuatro puntos cardinales de mi España. Este lince de la cosa económica, sin embargo, declaro ante un juez -porque es que tuvo que declarar ante un juez- que «no se pudo prever» lo de Bankia. O sea, que si se hubiera podido prever, él, sin duda, lo hubiera previsto, que para eso ganaba la pasta que ganaba mientras nos pedía y pedía a España entera ajustes y más ajustes. Este «cuñao» al que el sacaron incluso un acrónimo, MAFO, se fue tan campante, después del desaguisado que permitió por su estulticia, su incompetencia, o por lo que fuera, que vaya usted a saber. Pero eso sí, el insigne gobernador, tras la chapuza de su gobernanza, igual que sus antecesores, y sus sucesores, no albergó jamás ni la más mínima duda de sus merecimientos para ocupar el cargo, ese chollo desde donde puedes pontificar a la patria entera, sin asumir responsabilidad alguna por tu monumental torpeza, y salir en la tele diciendo lo que dicen que digas los «estudios y análisis» en los que, al parecer, se ocupan los más de tres mil cerebros que habitan el glorioso artefacto: el Bancoespaña. Imprescindible al parecer para que el sistema funcione - pero ya vemos, y sobre todo ya vimos cómo.

Después del glorioso gobierno de esta lumbrera, el tal MAFO, los gobernadores de la cosa han estado algo más discretos en sus manifestaciones, o me lo parece a mí; pero ha tenido que llegar este otro baranda (al que habrán colocado en lo del banco, seguro, por sus muchos méritos y conocimientos y valía, y no por ser y por estar donde hay que ser y estar, no faltaba más) y va, pilla, agarra, coge, se pone y dice que eso de los 900 euros, que de qué. Que a ver qué va a pasar. Que si eso, que 150.000 trabajos menos. O sea que de esas alegrías más vale que ni hablar, por menudas que sean. Y avisa.

Yo no sé qué caso hará el presidente de Gobierno, elegido por el parlamento, a este otro interfecto, el gobernador del Banco de España, puesto en calidad de «cuñao» y entiéndaseme la licencia castiza. No parece que los gobiernos hagan demasiado caso a estos bastante presuntos ases de la economía que nombran a saber por qué razón y mérito; pero aún así, este va y lo dice; avisa, advierte, amonesta, diciendo lo que dice por el bien común. Por su bien, o sea, y para que no nos llevemos a engaño, que la alegría en casa del pobre, etc, ya se sabe; y si algunos cientos de miles

viven una pizca menos mal, nos hace notar que más de cien mil pagarán el pato.

Leo por ahí que algunos ejecutivos se han subido el sueldo no sé cuántos miles, pero esto no parece molestarle al insigne don facundo, tan enfadado él con lo de los 900 euros, que al parecer harán crujir los cimientos de esto que llaman la recuperación. La suya, o sea; porque el insigne se levanta al año cerca de doscientos mil de ala, entre sueldo, dietas, reuniones, extras y demás fandangos, convencido de que los merece sin la menor duda entre las piernas, casi estamos seguros. Y seguro que le quedará una pensión estupenda para cuando se le pase el puesto a este buen hombre, del que pocos conocíamos sus altísimos méritos para tan suculenta plaza antes de su nombramiento, pero al que nada le hace vacilar para ofrecernos su ordalía, su dictamen sobre el salario mínimo 900 y sobre los males que se van a desencadenar sobre la patria por tamaña revolución social. De todo lo que está pasando en los laberintos económicos del glorioso reino, el buen hombre sólo repara en este hecho: lo de los 900 euros, 900; fíjese que exageración, qué demagogia de sueldo para gasto de casa, hijos, el misterio de la luz eléctrica y en fin, para todo lo demás, que no podrá ser mucho aunque se sumen los euros con contabilidad creativa. Al prenda, sólo le urge avisarnos de eso: que ojo, que si el personal se lleva 900 habrá 150.000 trabajadores «vulnerables» -vulnerables, les llama- que no encontrarán trabajo. Claro, a quién se le ocurre hacerse vulnerable por el amor de dios, con lo bien que se vive con ciento cincuenta mil al año.

Los expertos -será por expertos- repiten que la economía ha mejorado, y algunos hasta pregonan que los flujos económicos -hablan así, de flujos y reflujos, dan arcadas a veces- han de repartirse, para que los dineros de los salarios vuelvan pronto al circuito a través de los gastos corrientes de las familias: el hiper, el cole, los niños, la misteriosa luz de precio creciente, y a ver si queda un algo para el cafelito o la caña y así animamos un poco la economía, el consumo interno, la cosa; pero sobre todo y al fin, para que esos eurillos de más que se «inyectan» puedan engordar una pizca el circuito y llegar otra vez a donde salieron, a los propietarios legítimos de la pasta. Los de siempre, los que la inventaron; sus dueños de toda la vida. A ver qué nos creemos. ¿900 al mes? ¡Pero adónde vamos a parar! Casi podemos verloírlo exclamar, al interfecto del BE de turno cuando se enteró.

*Autor y director teatral