Una de las películas de mayor interés en cartelera es La favorita, de Yorgos Lanthimos, una inmersión en la Inglaterra del siglo XVIII, muy en los albores aún de la Ilustración y de la primera Revolución Industrial, rigiendo aún el régimen de monarquía absoluta.

En forma de la reina Ana Estuardo (última de la dinastía), a la que tocó lidiar con la centésima guerra contra Francia. En en clima de enfrentamiento bélico y tensión social, de impuestos, muertes y levas, el palacio real se cerrará una vez más, y más que nunca, a la realidad exterior, aislando a la corte de una manera tan radical como metafórica de la soledad del poder,

Oscura luz que, sin embargo, atraerá a toda una pléyade de súbditos, cortesanos, músicos, lacayos... Como un mundo en miniatura, como si fuera una colmena, la reina Ana asignará a sus zánganos y obreras entretenimientos y tareas, entre ellas las de convertirse en sus amantes.

Un gineceo, en realidad, pues la dueña de Gran Bretaña preferirá a las mujeres como compañeras de cama. Dos de ellas, de muy diferente origen, noble una, plebeya la otra, se disputarán sus favores y quién sabe si su corazón.

En esas intrigas de trono y almohada, Lanthimos se esforzará por traer sus personajes a un plano de cierta actualidad, desempolvándolos del serrín de la historia e interpretándolos con claves psicológicas, como si sus sentimientos, celos, entregas, venganzas, tuviesen una automática traslación al presente.

¿Era su intención? ¿Lo consigue? Probablemente no, pero sí logra al menos apartar del proceso de creación todos esos viejos arquetipos que suelen lastrar el relato histórico con repetidos roles. Aquí la reina es humana, adolece de flaqueza, infantilismo, debilidad; sus amantes, de orgullo y de una salvaje impiedad, como si el dolor que causan esté de antemano justificado por el imperioso deber de ascender socialmente, siendo el poder el horizonte del éxito.

En el plano estético, La favorita es magnífica. Por su recreación de la época y las actuaciones de Enma Stone, Olivia Colman y Raquel Weisz vale la pena, como también reflexionar después en lo que debió ser el despotismo (poco) ilustrado.