En los siglos XVIII y XIX, cuando algunos historiadores quisieron que los estudios históricos y la narración histórica se sometieran a procesos racionales y a fuentes bien contrastadas con documentación literaria o referencias arqueológicas, se encontraron con que los documentos más importantes de la cultura occidental, la Biblia, la Biblia por ejemplo, eran cualquier cosa, literatura, por poner otro ejemplo, menos historia en sentido estricto. Quisieron aplicarlo al caso de Jesús de Nazaret y se dieron cuenta de la imposibilidad de hacer una historia biográfica de este Jesús siguiendo los pasos de los evangelios. Concluyeron: los evangelios y todo el Nuevo Testamento no tienen como finalidad narrar la vida historicista de Jesús sino resaltar el gran significado existencial que para los creyentes tiene esta persona que vivió en los primeros años del siglo I de nuestra era que, por su significación, es la de Cristo.

Todo ese significado tan importante que, para la humanidad, tiene esta persona nos lo expresan como hace hoy la llamada novela histórica, que es novela, no historia, pero que tiene, en su origen y en su trama, una inmensa cantidad de datos históricos, utilizados en función de la intención y finalidad que el autor se ha marcado. Un ejemplo bien cercano es una novela reciente: 'Línea de fuego', llena de connotaciones históricas y geográficas bien ciertas, repleta de imaginación y creatividad, todo eso y muchas investigaciones y viajes y consultas y averiguaciones contrastadas para componer un relato, ficticio, al servicio de una gran verdad: nuestra guerra civil, sus desastres, sus odios, sus ideales, sus proyectos y su destrucción. Una verdad de desesperanza, de cruel baño de realismo pesimista y de obstinación en el mal y en la muerte.

Eso es la literatura y todo el arte, el plástico y el acústico. Todos los cuadros del Prado son falsos en su más estricto sentido historicista, como lo son todas las estatuas y monumentos a la humanidad que nos ha precedido y que ha quedado inmortalizada en las preciosas expresiones de escultores, pintores, literatos o compositores. Todo es un inmenso y falso monumento a la verdad de nuestra historia humana que, con esas personas y otras más normales, va hilando, día a día, el tejido de nuestro deambular con los hilos que se entrecruzan y forman la verdadera historia de sueños y esperanzas, de frustraciones y, sobre todo, de esfuerzos, caídas y levantamientos acompasados con el ritmo de los cantos de esperanza.

Sin esperanza no hay Historia, solo repetición fatal y terrible de subidas frustradas a la cima a la que jamás llegará Sísifo, pero sí Moisés, la gran figura de la rebeldía, la libertad y lo imposible. ¿Cómo tachar a la religión de sumisión cuando nace como un grito de libertad frente a todos los faraones del mundo, también los actuales? ¿Cómo no vibrar con alguien que, en lugar de buscar el poder, se identifica con las víctimas del mundo, no de lengua, como hay muchos, sino en su quehacer diario y en su sangre derramada y, desde el sufrimiento, no desde la orgía de poder y dinero, sí desde la más cruda e impotente realidad, proclama la existencia de un futuro y un mañana para todos, empezando por los más débiles, indefensos y ridiculizados?

Podrá parecer un sueño, una ilusión, una proyección o, quizás, una esperanza. Pero esa esperanza ha movido mucha historia personal y comunitaria. Ha despertado actitudes de servicio, de solidaridad. Ha contribuido a humanizar el mundo. Se ha contado miles de veces en formas, incluso, fantasiosas, pero, como el arte, ha sido la religión del ser humano y del Dios más humano. Pensar en la religión como falsa es como destruir el mundo del arte. Y no hay ninguna razón histórica para afirmar que es falsa, mucho menos Jesús de Nazaret.