La madrugada del lunes, después de saber los resultados de las elecciones, intenté ver la oscura y nocturna batalla de Winterfell, uno de los capítulos más memorables de Juego de tronos, a la altura del de la batalla de los Bastardos.

Digo «intenté», porque, a pesar de las condiciones ambientales (noche cerrada y sin luces en casa) se hacía difícil distinguir, en aquella filigrana de sombras, en ese combate entre el azul eléctrico y el refulgente calor, quién salía bien parado.

Tampoco lo diría, porque hoy hacer un spoiler es uno de los pecados capitales de la modernidad, pero confieso que a estas alturas todavía no sé a ciencia cierta quién ganó, si es que podía ganar alguien. La cuestión es que fue una experiencia inaudita y excitante de literatura comparada. Apenas acabábamos de saber que la hipotética y temida llegada de las derechas al poder -unos Caminantes Verdes y Azules y Naranjas- no se había producido y que el invierno de medidas draconianas no nos destruía. Al menos, por ahora.

Todo el mundo sabe (o al menos lo saben los fans de la serie) que, a la mínima que te descuidas, los muertos resucitan con aquellos terribles ojos azules que dan tanto miedo.

Puedo afirmar -y hablo de política- que el miedo al enemigo terrible logró contener la furia de las fuerzas del mal. Si hablara de Juego de tronos diría que la conjunción de contrarios con un objetivo común actuó en favor de la convivencia. Esto, hasta el próximo capítulo, claro.

*Escritor