Observo a un perro pequeño llevado por su amo. Es su primer paseo con cadena. Los niños sonríen, su dueño sonríe, un elegante galgo le mira. Él se sienta graciosamente e intenta agarrarse al suelo con sus patas delanteras. Sacude la cabeza como si un montón de moscas le importunaran. Muy pronto se acostumbrará y no le quedará memoria de que la cadena le pareció en algún momento un pensamiento malo alrededor del cuello. Y ya no moverá la cabeza para ahuyentarlo. Guau. Me hace gracia, me produce ternura y a la vez me pone un poco triste pensar que todos nos acostumbramos más pronto que tarde. Aunque yo siempre busco gente que, muy en el fondo, nunca se haya acostumbrado del todo. Me gustan. Pero lo malo de esa gente es que siempre está tocada de algún ala. O de varias. Porque no hay nada gratis, qué te crees.

La conclusión normal es que todos acabamos entonando algún «vivan las caenas» ante la iconoclasta realidad que con tanta frecuencia se parece a Fernando VII. Esa claudicación se disfraza generalmente con muy diferentes coartadas porque es tan fea como comprensible. Cada cual tiene su excusa. Quien la encuentra, la adorna; quien no la encuentra, sufre. La libertad, como la locura (versión poética de la originalidad: ¿quién no tiene una amiga mema que dice estar muy loquísima o incluso loquérrima?) está muy idealizada. Se usa demasiado en publicidad. Sirve para vender compresas y coches. Y hasta libros. Pero yo no he conocido a nadie realmente original o realmente loco o realmente solo que presuma de ello. Casi todos están ahí, al fondo de su libertad, sobreviviendo a su especie de tragedia, agarrados a algún vaso real o imaginario. Entonces pienso en Manuel Matus y entiendo tristemente sus palabras: «El mezcal nos libera de una sed infinita de eternidad».

*Filóloga y escritora