La Casa Amarilla, la galería de arte zaragozana que está revolucionando los conceptos expositivos con un sinfín de actividades en torno a la creación, acaba de celebrar su tercer cumpleaños con una muestra y un ciclo dedicado a la locura. Viaje al manicomio recala en figuras como Leonora Carrington, Anne Sexton, Zelda Fitzgerald o, por supuesto, Sylvia Plath.

De esta última, la editorial Navona, en su maravillosa colección Ineludibles, con sobrecubiertas de tela y muy cuidados textos, acaba de publicar una Antología Poética seleccionada por el marido de Plath, el también destacado poeta Ted Hughes. Antología que ha sido traducida por Raquel

Lanseros, otra admirada figura de la poesía contemporánea.

En los versos de Silvia Plath, cuya trágica y brevísima vida, apenas treinta años de sufrimientos e iluminaciones brutalmente interrumpidos por un pavoroso suicidio, asoma, envuelta en una frágil lucidez, en un delicado paño, la navaja o la lanza de la locura. «La sonrisa de las neveras me aniquila/¡Semejantes corrientes azules en las venas de mi ser querido!/Escucho el ronroneo de su inmenso corazón», escribe, por ejemplo, en el poema titulado Una apariencia. El desequilibrio psíquico, los monstruos y abismos de la razón acechaban a la autora en todas sus actividades, deseos y pensamientos. En su visión poética, misteriosa y opaca como una estrella negra, la noche iba ganando terreno al día, el encrespado océano a la calidez de la playa, y hubo olas y nubes como muros derrumbando su lógica.

¿Pudo haberse salvado Sylvia Plath, econtrando la felicidad? Tal vez, si sus condiciones vitales, familiares y personales hubiesen sido otras. Con las que le tocó sufrir aquella larga cadena de decepciones y engaños, su débil resistencia emocional quebró y ella renunció a vivir.

Del mismo modo que en las tragedias personales, asimismo pueden vislumbrarse síntomas de locura en la vida pública. La política española, sin ir más lejos, viene dando señales de constantes desequilibrios y comportamientos erráticos. Su tendencia centrífuga amenaza con bloquear su funcionamiento, de la misma manera que el corazón de aquella ronroneante nevera heló el de Plath.