Mis amigos de la izquierda iberoamericana, escritores, en su mayoría, nunca hablaron mal de Hugo Chávez. Al contrario, defendieron su figura y, sobre todo, sus programas sanitarios y educativos. Me insistían en que visitara el país, sus barriadas, para ver cómo Chávez estaba llevando la dignidad al chabolismo, sacando a los menores de las calles y dándoles formación. Estuve a punto de ir a Venezuela porque una de mis novelas, La mariposa de obsidiana, llegó a estar número dos en el ránking de ventas de libros, por detrás sólo de El código Da Vinci, de Dan Brown, pero finalmente no pude ir y me quedé sin admirar la obra cívica de Chávez. Obviamente, superior a la de Nicolás Maduro, cuyo escaparate social lo vemos cada día en la prensa: calles levantadas, tiendas asaltadas, masas huidas de su régimen por hambre y miedo...

Maduro caerá, está escrito, pero no sin dolor ni ruido. Estados Unidos ha decretado su cese y, hasta hoy, ningún dictador o aprendiz de tirano ha logrado escapar a la sentencia. Que no la ha dictado el presidente Trump, únicamente, sino todas las fuerzas vivas de la llamada primera democracia del mundo: sus partidos, incluido el Demócrata, instituciones, lobis, agencias militares, pueblo en general. La condena de USA ha sido mayoritariamente secundada, por lo que a Maduro sólo le queda resistir, combatir, exiliarse o dimitir; pero no va a poder gobernar.

La historia de América, por desgracia, abunda de tal manera en este tipo de pseudotiranías o nítidas dictaduras que no se puede estudiar su pasado ni analizar su presente sin tener en cuenta el caudillismo. Procedente, claro está, de las élites militares españolas que conquistaron los territorios de ultramar y establecieron allí nuestros virreinatos, siendo los virreyes claros precedentes de los actuales y omnipotentes presidentes iberocamericanos.

La corrupción acompaña casi siempre la acción de estos gobernantes autoproclamados carismáticos. Sus fortunas, basadas en la rapiña sistemática de los recursos del país, salen de los suyos hacia paraísos fiscales, mientras el pueblo muere de hambre.

Debe ser la tradición.

O el destino.