Créanme si les digo que este artículo no estaba escrito antes de la proclamación del nuevo monarca, es decir, que mi posición abiertamente republicana ya había decidido de antemano que hiciera lo que hiciera, Felipe VI lo iba a hacer mal. Les diré que, desde mi posición atea, no tenía ninguna simpatía por el nuevo Papa, al que consideraba más de lo mismo, y sin embargo he de reconocer que el inicio de su pontificado apunta elementos de interés, ciertas novedades que se pueden incluso calificar de sorprendentes. Todo lo contrario de lo que está sucediendo con nuestra monarquía.

Más allá de los discursos, que todo lo aguantan, es preciso, en política, analizar los hechos. Como decía Engels, la prueba del pudding está en comérselo. Y, analizando los gestos iniciales de Felipe VI, solo puede hablarse de una enorme torpeza, que desdice esa magnífica preparación de la que hablan los hagiógrafos del régimen. Todos los gestos de la ceremonia fueron guiños a los sectores más reaccionarios de nuestra sociedad. Acudir a la ceremonia en uniforme militar no solo lo vincula a una de las instituciones que menos ha contribuido al proceso de democratización del país, sino que aleja al rey de la ciudadanía con la que se debería identificar. No menos significativo fue el gesto de la nueva Reina en el besamanos posterior, al besar el anillo de los cardenales invitados, todo un símbolo de identificación religiosa y de complicidad con otra de las instituciones que fueron baluarte del régimen franquista y más alejada de los valores sociales actuales. Qué decir de la balconada en el Palacio de Oriente, que a algunos nos recordó a otras épocas. También sintomático que el primer viaje exterior sea al Vaticano.

Todos estos gestos se produjeron, además, al tiempo que la policía --cada vez más la policía del sistema y no de la ciudadanía-- reprimía con innecesaria brutalidad a quienes pudieran ser identificados como republicanos. Que a una ciudadana no se le permita atravesar una calle por portar una chapa con los colores de la república, además de grotesco, es síntoma de los niveles represivos de un gobierno cada vez más autoritario. Al parecer, los monarcas, a su paso, solo debían ver a sus leales súbditos, nada que pudiera perturbar su paz. O, lo que es peor, acercarles a la realidad. "Todos cabemos", dijo el nuevo Rey. Mera pose, papel mojado. La calle es suya.

Hubieran sido deseables nuevos aires. Quizá sea mucho pedir que el Rey hubiera tenido el gesto de sugerir un referéndum sobre la forma de Estado. Hubiera sido una demostración de inteligencia, pues probablemente lo hubiera ganado, y de vocación democrática. Pero nuevamente ha quedado claro que monarquía y democracia son conceptos incompatibles. Si un rey es demócrata, lo primero que debe hacer es abdicar de una magistratura que no es fruto de elección democrática.

Y por favor, que nadie nos hable de pactos constitucionales, de legalidades establecidas, pues esos pactos, además de ser papel mojado por las constantes vulneraciones de los mismos realizados por los partidos del sistema, no son el resultado de un pacto del actual cuerpo electoral. Ya somos mayoría quienes, por razones de edad, no pudimos refrendar esos pactos. Así que a nada nos obligan.

No cabe duda de que han sido días repletos de gestos profundamente significativos. Las esencias republicanas del PSOE se han diluido cual azucarillo en los gestos y palabras de sus dirigentes. Esa última cena del abdicado monarca convocada por lo más reconocible del PSOE de la Transición, de Guerra a Corcuera, hablan de una alianza de hierro entre las élites dirigentes. Ciertamente, la abdicación ha servido para poner a cada uno en su lugar. Y, como decía un compañero, si tiene dos patas, pico y hace cuá cuá es un pato, así que si apoya la proclamación de Felipe VI y se opone a un referéndum, es monárquico. Y dejémonos de tonterías de esencias.

La proclamación de Felipe VI profundiza, desgraciadamente, el proceso de erosión de la democracia que están viviendo nuestras sociedades. Lo que hubiera sido una oportunidad para potenciar espacios de participación y para prestigiar la política, se ha convertido en un espectáculo de pleitesías impropias de una sociedad madura y democrática. Y ha profundizado la brecha entre quienes entendemos que la actual crisis solo se soluciona con más democracia y quienes, abrazados al cadáver de un sistema corrupto e injusto, abominan de la participación ciudadana.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza