Me había prometido una tarde relajada y feliz. Después de varias semanas sin unas horas libres para mi solita, el momento había llegado y me dispuse a aprovecharlo al máximo. "Total --me dije-- a saber cuando se repetirá" y con esa convicción, primero, me fui a nadar un rato; después --emulando las películas de romanos-- me premié con un masaje que me transportó al séptimo cielo y acabé comprándome un pingo que --dicho sea de paso-- me sentaba como un guante. Con mi autoestima por las nubes, busqué la cartelera. Me apetecía ir al cine a ver una película de las de llorar, y no porque estuviera deprimida, no. Es que creo que un drama, de vez en cuando, resulta una magnífica terapia emocional que te ayuda a eliminar toxinas, sin ningún esfuerzo. Todo iba bien hasta que entré en la sala. He aquí que cuando me disponía a ocupar mi butaca, un ruido --que me pareció ensordecedor-- me hizo torcer el gesto. A mi lado, una pareja de tórtolos compartía un barreño de palomitas al tiempo que sorbían, acompasadamente, un libro de Pepsi. Esperé pacientemente y, cuando se apagó la luz, pedí al acomodador que me cambiara de sitio porque la moda de comer palomitas en el cine hace aflorar en mí los peores instintos. Me sentaron en la cuarta fila, con lo que eso supone para las cervicales, y de pronto apareció una joven sosteniendo dos vasos de palomitas y el consiguiente litro de Pepsi, y se sentó a mi lado. Mis nervios estallaron y Brad Pitt dejó de mirarme intensamente desde la pantalla. Les juro que la próxima vez me doy a la bebida o a las palomita.

*Periodista