Había varias normas no escritas y una de ellas era dejar de respirar cuando los sonidos violentos de la casa de al lado se colaban a través de los tabiques. Dejábamos de respirar, imagino, para pasar inadvertidas y sentirnos algo menos culpables, al no ser capaces de exigirle que la dejara en paz ni de arañar su puerta hasta que los gritos cesaran y ella, como si nada hubiera pasado, llamara a nuestra puerta y nos dijera: «Hoy toca lavar el coche. ¿Me acompañáis?». Nos encantaba estar con ella.

Pero en todos los años en los que vivimos puerta con puerta, mi hermana y yo no fuimos capaces porque el tipo nos daba miedo, era nuestro vecino y a diario coincidíamos en el ascensor y entonces se convertía en un ser muy educado que sacaba caramelos de su americana perfectamente planchada y con una sonrisa que a nosotras nos daba asco, nos deseaba un feliz día «escolarmente soleado», maullaba. De mañana parecía un gato inofensivo y sin embargo a través de las paredes se convertía en un felino perverso y traidor.

De todos aquellos años en los que compartimos rellano y ascensor no guardo más imagen de aquel hombre que la de un tipo perfectamente trajeado ofreciéndonos caramelos; también recuerdo en seco pentagrama el eco de los gritos que se colaban por las paredes y que salvo mi hermana y yo nadie más parecía escuchar ni en la planta ni en el resto del edificio.

Éramos familias de clase media y las cosas feas no pasaban en las familias de clase media que vivían en barrios de nueva construcción y en casas con calefacción central y garaje propio. Y si lo recuerdo así, es porque a finales de los setenta esa era una realidad de la que nadie hablaba y que todo el mundo toleraba, porque las mujeres ya tenían suficiente con sus chismorreos en horas tendidas al sol. Sin embargo en aquella casa los tendederos daban al norte y nunca les daba el sol y por eso las mujeres no jugaban entre sábanas azotadas por el cierzo, ni se contaban las cosas que solo entre ellas y para ellas existen.

Un día el matrimonio del 5º C desapareció y mi hermana y yo respiramos con cierta tranquilidad porque los gritos por fin iban a cesar; luego descubrimos que hay demasiados 5º C y demasiado miedo y demasiada culpa que condena a las mujeres sin juicio previo y por castigo divino. A veces, cuando el verano se pone sobre la ciudad y todas las ventanas de todas las casas están abiertas, escucho la voz de doña Rosario, así se llamaba la mujer del tipo perfectamente trajeado. No escucho los gritos, la escucho a ella cantando suavemente; es la hora de la siesta y el tipo no está en casa y ella es feliz en esa infelicidad silenciosa y vergonzante que estalla por debajo de las puertas y a través de los tabiques.