E l mismo derecho a la autodeterminación de las naciones que el presidente estadounidense Woodrow Wilson (1856-1924) defendió para Europa tras el final de la Primera Guerra Mundial, en 1918, fue el que se negó a aplicar en su propio país, los Estados Unidos. De hecho, mientras el mandatario norteamericano se erigía en paladín de la defensa del derecho internacional a la autodeterminación, negaba ese mismo derecho a los pueblos indígenas de Norteamérica, donde los indios habían sido perseguidos casi hasta su total exterminio. Y no sólo eso: Wilson hubo de hacer verdaderos encajes de bolillos para eludir la casi secular demanda de autodeterminación invocada por los estados segregacionistas y esclavistas del sur: Mississippi, Alabama, Carolina del Sur y Luisiana.

Porque la de «Los derechos de los Estados» había sido una doctrina ya expuesta en 1832 por el que llegó a ser vicepresidente de los Estados Unidos, John Caldwell Calhoun (1782-1850), un férreo nacionalista y defensor de la esclavitud de los negros -nacido en Carolina del Sur- según la cual, el poder soberano de cada estado de la Unión, lo capacitaba a su vez para declarar inconstitucional una determinada ley del Congreso.

Aquella doctrina continuó y se expandió -incluso- en el partido Demócrata, cuando en las elecciones presidenciales de 1948 (que otorgaron un segundo mandato al demócrata Harry Truman) surgió la corriente de los denominados Dixiecrat, un importante lobi de demócratas sureños -Dixie es el nombre que designa a la bandera de los Estados confederados de América- opuestos a los Derechos Civiles que defendía a nivel nacional su propio partido.

Y cuando el 8 de noviembre de 1960 las urnas designaron a John Fitzgerald Kennedy como trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, aquel logro se debió en buena medida al voto en su favor de los afroamericanos, quienes confiaban en la defensa que JFK habría de hacer de los Derechos Civiles, y la consiguiente abolición de las leyes segregacionistas.

En este sentido, una de las principales pruebas de fuego a las que Kennedy hubo de hacer frente durante su mandato tuvo lugar el 30 de septiembre de 1962, cuando ante la negativa del gobernador demócrata Ross Barnett a que el estudiante negro James Meredith se matriculara en la Universidad de Mississippi, el presidente hubo de enviar a más de 300 soldados de la Guardia Nacional para sofocar el levantamiento segregacionista opuesto a la entrada de Meredith en el campus. En respuesta a la presencia del ejército, el enojado gobernador Barnett llamó a la movilización masiva de la población, ya que según él, el presidente había violado «el derecho a la autodeterminación del estado soberano de Mississippi». La confrontación resultante fue el choque más grave entre un estado y el gobierno federal desde la Guerra de Secesión americana (1861-1865).

Poco más de un año después de aquellos sucesos, el 22 de noviembre de 1963, Kennedy era asesinado en la ciudad de Dallas, y muy posiblemente su muerte no fue ajena a poderosos sectores de poder segregacionistas, de claro perfil nacionalista, contrarios a la firmeza demostrada por JFK en la defensa de la Constitución, la igualdad de oportunidades, y el Estado de Derecho, elementos clave e imprescindibles para la libertad, solo posible en democracia.

*Historiador y periodista