El viejo adagio latino nos invita, por elegancia espiritual, a recordar a los muertos únicamente por sus virtudes y rasgos admirables. Ya se sabe que los hombres estamos hechos de luces y de sombras. Pero esa generosa actitud es de difícil aplicación en el caso de Jesús Gil y Gil. A pesar de que no han faltado obituarios que no han dudado en destacar su bonhomía, su espíritu emprendedor y no sé cuántas obscenidades más, en una especie de carrera por ver cuál es la hagiografía más disparatada.

La irrupción en la política de Jesús Gil fue, con diferencia, el momento en que la democracia española ha estado más cerca de malparir un feto de extrema derecha. Su grupúsculo de sedicentes independientes nació para hacerse con el poder municipal a toda costa y con vocación expresa de incrustar en el corazón del sistema democrático una repugnante cleptocracia. El difunto tuvo el dudoso mérito de rodearse con algunos de los más abyectos ejemplares de las sentinas de la política nacional.

El resto de su vida pública --entrando y saliendo continuamente de los juzgados y a menudo de la cárcel-- tampoco fue ejemplar en ningún aspecto. Ni como empresario. Ni como dirigente deportivo. Ni como tipo humano. Es difícil encontrar en nuestra historia contemporánea un personaje tan soez, brutal y cínico en sus propósitos y actitudes. Su bárbara arrogancia y su descarnado atrevimiento eran los propios de un antihéroe risible y patético. Ni siquiera su muerte puede ocultar su repelente fealdad moral.

*Periodista