Aquí ya hemos visto y oído cosas de lo más chusco. Los hay que odian a los manteros, por negros e ilegales, pero luego salen a defender a cualquier otro negro siempre que sea mulmillonario, futbolista y defraudador fiscal (que tampoco es legal, ¿verdad?). Por esa misma regla de tres, en la Costa del Sol u otro lugar superfino un norteafricano cualquiera será llamado moro de mierda, pero un potentado árabe repleto de petrodólares recibirá el título de jeque o príncipe y todo tipo de homenajes, cortesías e incluso el absoluto vasallaje de los españolísimos que se prestarán a servirle.

El poder del dinero acojona. No hay más Dios que ese. En su sagrado nombre, la monarquía y la aristocracia saudí han sido autorizadas a difundir por el orbe el mensaje wahabí y su resultante, el terrorismo yihadista. Pero los mismos hombres blancos que ante un atentado en Barcelona o París exigen que se acabe con el buenismo y se bombardee lo que sea preciso bombardear apuntan en el haber de nuestro Rey emérito esa maravillosa amistad con los señores del petróleo, esos contratos, esos maletines, esas bombas de precisión que vendieron Rajoy-Morenés pero han acabado estallándoles en la jeta a Sánchez-Robles.

Todos, incluso los directivos de las empresas que han construido el AVE en Arabia, estamos espantados por el asesinato del periodista Khashoggi, en una de las operaciones más bestiales, chapuceras y provocadoras que jamás se vieron. Está feo, sí, torturar y descuatizar vivo a un señor por ejercer la crítica política. Pero hace apenas unas semanas, cuando en España se planteó el tema de la venta de armas a ese régimen de asesinos y terroristas, la derecha se subió a la parra, la gente bien clamó que qué barbaridad ¡incumplir un contrato!, el Gobierno se acojonó y los trabajadores de Navantia, los rojos más rojos de todas las Españas, salieron a la calle reclamando que les garantizasen el honor de construir corbetas a mayor gloria del integrismo sunní que ahora mismo masacra a los civiles yemeníes.

Recemos... mirando a La Meca.