La pasada semana se cumplieron siete años desde la última huelga general convocada contra la reforma laboral de Mariano Rajoy. Aquellos cambios debilitaron a los trabajadores en la negociación colectiva y han tenido efectos diferidos como la reciente sentencia que avala el despido de trabajadores por exceso de bajas aún cuando estén justificadas. Aquella reforma ha servido para mejorar las estadísticas de la ocupación en España. Pero hasta cierto punto ha sido un espejismo porque la calidad de ese empleo ha dejado algunas lacras: hoy es posible en este país ser pobre aunque se tenga trabajo y el sistema de pensiones sigue en quiebra a pesar de que aumente la población activa, porque los salarios son bajos y las cotizaciones no llegan para pagar las prestaciones actuales. Este no es un mal exclusivamente de España, pero aquí, con una tasa de paro superior al 14%, los efectos son más letales para la igualdad y la protección social.

La reforma de la reforma laboral es un tema que está en la agenda de los acuerdos entre el PSOE y Podemos desde la moción de censura contra Rajoy. El final de la anterior legislatura dejó esta ley en el tintero pero ahora urge retomarla si el acuerdo de gobierno prospera. Es necesario reemprender los acuerdos entre los agentes sociales ante la nueva crisis económica que se avecina y en la que los salarios estarán en el epicentro porque es la mejor manera de distribuir las rentas sin redistribuir a través de los impuestos. No hay otro camino para mejorar la demanda interna ahora que las exportaciones han entrado en una fase de inestabilidad por las guerras comerciales de Donald Trump. Dar de nuevo algo más de poder a los sindicatos para negociar al alza debería ser compatible con llegar a acuerdos para mejorar las condiciones salariales, al menos en aquellos sectores que no padecen crisis estructurales. En España, la economía siempre ha ido mejor cuando patronal y sindicatos han pactado. Los años de confrontación han sido estériles.