La ministra de educación se reunió el pasado día 11 de junio (jueves) con los responsables regionales de la educación y desveló, en contra de lo que un mes antes había anunciado, que todos los alumnos españoles tendrán garantizada el próximo año la enseñanza presencial en las escuelas, aunque con algunas restricciones que contradicen a otras anunciadas un mes antes. En lo que respecta al número de alumnos por aula, se ha aceptado finalmente un límite máximo de 20, a pesar de que hace un tiempo no muy lejano la propia ministra exigía no pasar de 15.

En cuanto a la distancia de seguridad, primero tenía que ser de dos metros, después de metro y medio y, según el presidente del Gobierno aragonés, sería suficiente un metro. Con la obligatoriedad del uso de las mascarillas por parte de los alumnos ha ocurrido algo parecido: al principio, debían ser obligatorias a partir de 6 años; más tarde, solo después de haber cumplido 11 años; últimamente ha prevalecido su obligatoriedad en contra de la opinión del presidente aragonés, quien cree que no deben ser usadas en ninguna edad aunque la distancia social sea de un metro.

Si esos cambios en los criterios obedecieran a resultados de estudios científicos cuyo objetivo hubiera sido analizar empíricamente los efectos del coronavirus en los niños y adolescentes, no habría nada que objetar. Sin embargo, más bien parece que la única finalidad de esas modificaciones es evitar un aumento significativo del presupuesto dedicado a la educación.

Si la principal preocupación de la ministra fuera la prevención de los posibles contagios que puedan producirse al inicio del nuevo año escolar, lo único que tendría que haber hecho es aprobar una ampliación presupuestaria excepcional para educación, con el fin de que los presidentes regionales puedan contratar a un número de profesores semejante al actual y construir durante los meses del verano módulos escolares provisionales para poder garantizar que en ningún aula hubiera más de quince alumnos (esos módulos se vienen empleando desde hace muchos años). Y, por supuesto, dotar a los gobiernos regionales del material y personal sanitario adecuado para testar masivamente al alumnado y al profesorado, adquiriendo al mismo tiempo los equipos de protección individual necesarios para evitar que les suceda lo mismo que les ha ocurrido a los sanitarios: centenares de contagios y decenas de fallecidos. De este modo, todos los niños, adolescentes y jóvenes podrían recibir la enseñanza de forma presencial, sin miedo al contagio y sin ningún tipo de discriminación social.

Por otra parte, tampoco parece que la preocupación fundamental del gobierno sea mejorar la calidad del sistema educativo, pues en ese caso lo lógico es que hubiera creado una comisión, integrada por expertos y por los agentes sociales implicados (profesorado, familias, representantes sindicales, representantes patronales y políticos) con el único objetivo de lograr un pacto por la educación, que evite que cada vez que hay un cambio de Gobierno se elabore una nueva ley de educación. Es evidente que otras veces se ha intentado ese pacto y jamás se ha conseguido. Sin embargo, yo creo que este momento es el más apropiado, dado que se ha demostrado de forma bastante clara que el modelo de escuela tradicional que tenemos no solo no está en condiciones de adaptarse a las situaciones extremas producidas por esta pandemia y por las que puedan llegar, sino que tampoco responde a las necesidades cambiantes y frágiles de las actuales sociedades tecnológicas. Aunque es cierto que lo más perentorio ahora es evitar que el coronavirus haga estragos entre el profesorado y el alumnado, no lo es menos que ese pacto no es incompatible con dicho objetivo.

Como soy consciente de que no poseo ninguna autoridad científica en temas de salud pública, me voy a apoyar en el testimonio de varios expertos para intentar visualizar el peligro potencial que para la salud del profesorado y del alumnado tienen las medidas aprobadas por el gobierno central para el próximo año escolar.

El sábado 13 de junio presencié un debate televisivo sobre este tema, en el que todos los contertulios eran médicos, y se me ponía el vello de punta. Por ejemplo, mencionaban que los niños se contagian en la misma medida que los adultos y que la diferencia está en que en los niños los síntomas suelen ser muy leves, o que incluso el contagio cursa sin síntomas. A su vez, dejaron claro que pueden contagiar a otras personas exactamente igual que lo hace un adulto infectado. Por lo tanto, si se aceptan como verdaderas esas dos premisas, resulta evidente que pueden contagiar a los profesores, a sus padres y, sobre todo, a sus abuelos sin que nadie se dé cuenta, precisamente por ser asintomáticos. Es justo reconocer que esos datos eran simples hipótesis, basadas en la experiencia y en el conocimiento de los médicos participantes en esa tertulia. Unos días más tarde he conocido los resultados de un estudio empírico (puede consultarse en este mismo diario del 17 de junio), dirigido por el doctor Alberto Aragón (Departamento de Organización de Empresas de la Universidad de Granada), en el que es razonable inferir a partir de datos estadísticos basados en el número de contactos que se dan entre los niños, que en un aula de 20 alumnos en la que no sea obligatorio el uso de mascarillas durante toda la jornada escolar podrían producirse 800 contagios cada dos días con que solo hubiera un niño infectado por el virus.

A la vista de esos datos, yo me pregunto: ¿cómo es posible que en tan breve tiempo puedan repetirse en las escuelas las mismas negligencias que se cometieron con el personal sanitario (especialmente, carencia de test y de equipos de protección individual debidamente homologados para el alumnado y el profesorado). Es cierto que bastantes estudios han demostrado que el ataque de este virus es menos violento y letal en los niños, pero no ocurre lo mismo con los adultos que conviven con esas criaturas: profesorado, padres y madres y, sobre todo, los abuelos.

*Catedrático jubilado. Universidad de Zaragoza