Aguas arriba, las orillas del Ebro deparaban ayer una inusitada agitación.

Numerosos ciudadanos recorrían las riberas intentando ubicar las señales de la futura Expo, la Torre del Agua, la pasarela de La Almozara, las termas, los acuarios, el pabellón de oasis y desiertos, el centro de prensa, el arroyo de aguas bravas que nos devolverá ecos de Soaso y del Arazas... Y todo ello en un ejercicio de imaginación, pues, hoy por hoy, allí, en el meandro de Ranillas, fuera de cuatro casetas y los cañizos del tomatar, no se levanta nada.

Pero la gente, en la mañana del domingo, acudía a esos parajes como a un lugar de peregrinación, como a una meca de promesas y sueños, señalando con el dedo, abarcando con los brazos, especulando con lo que la muestra iba a costar, y con lo que supondrá para nuestros bolsillos. Iban los peregrinos de la Expo con sus hijos, con sus coches, con sus perros, con sus bocadillos y gafas de sol, a caballo, en moto, en bicicleta, a pie, como quien se dirige a descubrir un nuevo mundo. Bajo el sol radiante y la calima invernal podía verse a familias enteras descender hasta la orilla misma del río, junto al muro del Actur con sus barquitos pintados, introduciendo una mano en sus aguas marrones como si del Jordán o el Ganges se tratase, o adentrarse en la paramera que dentro de poco se socavará para cimentar las pirámides del progreso. Ese pedazo de tierra olvidada, jordana, cuajada de setos y huertos, perfilada por el rizo del río y las blancuzcas y yesíferas sierras que anticipan los desiertos de Belchite, el silencio y la nada, se ha convertido de la noche a la mañana en un clamor, en una mina de oro, en un potosí.

Ha tenido que pasar todo esto, la nominación del BIE, la campaña internacional, los vídeos, los voluntarios, el interés del Rey, la elección decisiva, para que los zaragozanos acudan a reverenciar a su río, el más ancho y caudaloso de España, y cuya sola historia bastaría para llenar una enciclopedia. Ha hecho falta ganar una Exposición Internacional para que los zaragozanos intenten atisbar entre los carrizales, entre los vertederos, o en el vuelo cansino de las aves marinas que buscan el delta toda la generosidad de ese cauce malbaratado por la desidia y la ausencia de planificación. Porque ahora puede decirse, sin temor a perjudicar interés alguno, que durante décadas el padre Ebro ha bendecido a sus injustos hijos, los ha colmado de dones, agrupado, fertilizado, calmado su sed y unido en una sola conciencia, sin que haya recibido a cambio otro don que el canto de las jotas. Los romanos hicieron un muelle, colonizaron sus feraces tierras, navegaron sus aguas, establecieron campamentos y urbes. Los árabes convirtieron las riberas en un vergel, ingeniaron los regadíos, perfeccionaron los cultivos. Pero después... ¿qué se ha hecho? ¿Y con el Huerva y el Gállego, qué se ha hecho? ¿Y con el Canal Imperial? No, realmente no hemos estado a la altura.

Parece que uno de los objetivos de la Expo será la reforma integral del río. Ojalá resulte así. Recuperar el Ebro para la ciudad sería la justa contrapartida a los siglos de olvido.

*Escritor y periodista