Se llamaba Omar. Llegó a Cataluña hace seis meses, procedente de Guinea. Era un inmigrante ilegal, no traía documentación ni, por supuesto, pasaporte. Sostenía que era menor. Estaba acogido en un centro para chavales tutelados. Como no se sabía su edad, se le sometió a las pruebas óseas, que determinaron que tenía más de 18 años. Así que fue expulsado del centro y se vio en la calle. Nada fuera de lo habitual. Ahora, volvamos atrás.

Un día, hace por lo menos un par de años, Omar (menor de edad entonces, sin duda) decidió marcharse de Guinea. Dejar atrás a su familia, a sus amigos, su barrio, su aldea. Todo. Emprendió un camino en el que vivió todos los horrores que, por ya sabidos, han acabado por importarnos poco: traficantes de personas, abusos, caminatas agotadoras, hambre, sed. Por selvas y desiertos, a través del mar. En ese camino, había ido perdiendo partes de su alma. Pero por fin llegó a España. Consiguió una cama, tres comidas, un entorno en el que no abusaban de él. Compañeros de su edad. Ya no era el Omar que había salido de Guinea, donde tal vez sigue su madre, pensando cada día qué habrá sido de su hijo querido, porque en su interior había una gran oscuridad. Y ahora, volvamos al presente.

Omar, que ha vuelto a perderlo todo, se ve en la calle otra vez. El sistema que lo había acogido, que le dio una tregua de seis meses en una vida de mierda, lo expulsaba a la calle, en noviembre, sin nada. Así que Omar se tiró al río. Se suicidó. ¿Usted se siente solo? Pues imagine cómo se sintió Omar. Pero no quiero acabar con un tono tan triste, así que hablemos de arte. ¿No les encanta Rosalía? Pues vayan a su twitter. Dicen que el lunes colgó no sé qué de Vox.

*Periodista