Nuestra sanidad pública, sobre todo en esta última década, no goza de muy buena salud, se van parcheando aquí y allá las insuficiencias que se presentan. Las restricciones o recortes han ayudado a racionalizar, pero esas medidas no han servido para que nuestro sistema cobre el nivel de operatividad que tuvo hace 20 años. Los criterios de gestión, de evaluación y, por consiguiente, de eficacia en los planteamientos a la hora de entender lo que significa una sanidad pública, para que, a pesar de las restricciones, el sistema cubra las necesidades de los ciudadanos, no tienen un nivel óptimo, sobre todo en el sector hospitalario. Por ello nuestro sistema de salud se ha vuelto muy sensible, y cuando ocurren problemas imprevisibles como el virus del ébola, el perro flaco se llena de pulgas y la avalancha de criticas hacia los responsables en todas las categorías da para poner todo patas arriba. Pero hay algo esencial como el acuerdo tomado para que los enfermos de ébola en África fueran repatriados para morir en sus respectivos países, cuando poco se sabe del virus salvo que es mortal e incontrolable, por lo que el riesgo de contagio extensible era inminente. Poner en peligro al resto del mundo se cae por su falta de congruencia, quizá lo operativo, y es duro decirlo, sería atenderlos con equipos especializados llegados desde sus países in situ. La responsabilidad recae en la Organización Mundial de la Salud. Una Organización cada vez más mediatizada por políticas económicas, siendo cuestionada en muchos asuntos de pandemias y vacunas por tomar decisiones que poco tienen que ver con algunos de sus objetivos. En el caso del ébola algo más debería de hacer que aconsejar un protocolo de asepsia.

Pintora y profesora de C.F.