Todo empieza y termina en uno mismo porque somos islas: pequeñas, grandes, gigantes... islas; escarpadas, llanas, claras, ocultas... islas. En ese camino, a veces perezoso, a veces vertiginoso que sale desde cada uno y a cada uno vuelve hay pasos titubeantes, decididos, definitivos que nos acercan, llevan o alejan de otras islas que, como nosotros, están hechas de tiempo: son también islas de tiempo.

Sin embargo no todos lo habitamos del mismo modo: los hay que parecen sus señores y, como tal, tienen la apariencia y el empaque que siempre asumen y consiguen los fuertes del momento. Junto a ellos, más que ellos, también los hay que parecen estar y pasar por la vida como de prestado.

De la mayoría de estos casi nunca se sabrá que han sido, porque existieron y estuvieron sin dejar más huellas y marcas que las que dejan las puntillas al pasar. Son muchas las diferencias entre una y otra manera de estar en el mundo y ser islas: la ostentación de cargos, la posesión del dinero, los favores, las prebendas, los contactos... ciñen, confinan y hasta determinan pero no, no lo son todo, solo indicios y síntomas del poder del ruido.

Los primeros no necesitan del ruido, suelen más bien huir de él, reclamo siempre de ayudas y socorros poco amigos de sus labores, mientras que los segundos, mejores, no lo son por desposeídos sino por decentes, honrados y dignos que recurren al ruido cuando el suyo, el tenue poder de los discretos no fue suficiente para conservar a sus hijos, evitar matanzas o impedir impunidades. Ni siquiera lo está siendo para el triste alivio de recuperar sus cuerpos. ¿Hasta dónde se puede pedir a los discretos que sean silenciosos? ¿Cuándo el infierno, ya insoportable, no explica y aun justifica el ruido?

No es difícil reconocer aquí a héroes y villanos: ellos, muy lejos no saben que lo sabemos, pero sí incluso desde aquí alcanzamos a distinguir. Con todo, no es eso lo que anhela su ruido. No pretende una ley que radiante deslumbre, probablemente se conforman con una que alumbre, que dé la suficiente luz como para poner fin a tanta oscuridad alevosa y silenciosa. Allí, donde ahora el ruido es súplica la duda es una: ¿va a parar el Derecho los efectos rebosantes de la maldad? Y mi pregunta: ¿va a poder pararlos?

EN SU ÚLTIMA NOVELA Javier Marías, implacable, hace decir como un rayo a uno de sus personajes: "¿La justicia? (...) La justicia no existe. O solo como excepción: unos pocos escarmientos para guardar las apariencias, en los crímenes individuales nada más. Mala suerte para el que le toca. En los colectivos no, ahí no existe nunca ni se pretende. A la justicia la atemoriza siempre la magnitud, la desborda la superabundancia, la inhibe la cantidad."

Espero que esta vez Marías se equivoque porque si eso asusta y peor paraliza a la justicia en México ¿en qué diferirá una democracia y el imperio de su ley de una dictadura y el imperio de sus señores? Los discretos se preguntarán ¿para qué entonces la democracia?

Profesora de Derecho.

Universidad de Zaragoza