El vínculo entre política y arte ha sido siempre una tradición en la historia de la humanidad. Como medio de comunicación ha servido para la transmisión de ideas, para visualizar hechos históricos, para propagar filias y fobias, sin olvidar que las religiones, con su iconografía y por su vinculación tan estrecha con la política, han utilizado, en todos los tiempos, el arte como fuente de riqueza expresiva. Fueron grandes mecenas al igual que gobernantes, reyes y demás familias influyentes, por lo que, arte, política y religión formaron un tándem enmarcados en un contexto histórico y cultural en cada momento.

El gran auge del arte, en tiempos pasados, tuvo su leitmotiv en una población generalizada con un índice altísimo de analfabetismo, por lo tanto la única manera de llegar a transmitir un hecho, una filosofía, y también como medio de persuasión de ideologías, era utilizar la imagen como lenguaje universal.

La política y el arte, a través de los siglos, han sido culturalmente inestables y diferentes, no es lo mismo hablar de la cultura griega que de la romana, del Renacimiento o de la contemporaneidad, aunque comparten un denominador común: perseguían un mismo objetivo que era comunicar influenciando, por lo que habría que pensar que, en muchos casos, esa vinculación tiende hacia la acción de hacer política y aquí entraría también a formar parte el activismo político, el artista como sujeto activo que recurre a prácticas y procedimientos utilizados por él como medio de lenguaje semiótico, entrando de manera directa con lo que le rodea, dando a entender que el arte no es un hecho aislado desconectado de la realidad, es por lo que el arte de nuestro tiempo refleja muy claramente una realidad confusa, conectada de forma reticular y, al mismo tiempo, cada vez más aislada.

Cuando el arte es utilizado como herramienta política, los parámetros cambian y se convierte en el vasallo servil de la oligarquía, lo hemos visto cuando la Generalitat de Cataluña anuncia la retirada de varias pinturas de temas históricos del siglo XV realizadas por el pintor Carlos Vázquez Úbeda (1869-1944) en el Salón de Sant Jordi, sede del Ejecutivo autonómico, por considerar estos murales «obras muy connotadas, de autores secundarios, ocultando otros anteriores realizados por el pintor Joaquín Torres García» (1874-1949). Personalmente me interesa más la pintura de Torres García, pero esa no es la cuestión, realmente lo que están dando a entender no es la predilección por las pinturas de Torres García porque las consideran mejores los veinte expertos que lo han decidido, desde luego que no, el matiz de la «connotación» a la que aluden evidencia la politización del arte.

Esto me recuerda cuando conocí, en el Rockefeller Centre de Manhattan, los magníficos murales que el magnate John Davison Rockefeller encargó al artista Joseph María Sert para que pintara encima de los que había realizado el pintor mexicano Diego Rivera, el magnate quiso eliminarlos por considerarlos con connotaciones de ideologías subversivas. Sin duda, Sert hizo un trabajo magnífico a pesar de haberse atrevido a malograr la obra de Rivera, por eso es difícil entender y visibilizar la compleja política que la producción artística ofrece, una realidad retratada desde la visión del artista, del político o del statu quo.

*Pintora y profesora