Cuánta polvareda ha levantado cuestionar la normalidad democrática en España. No debería suponer un problema reflexionar sobre lo que sucede en nuestro país, todo lo contrario. Tendría que ser casi una obligación para representantes políticos y ciudadanos. Pero mientras se instala o no ese hábito, quien abre la ventana para airear el salón tendría que estar dispuesto a que le llamaran a la puerta para ventilar toda la casa.

En cualquier cabeza cabe que para que algo funcione correctamente conviene analizar todo el sistema y detectar lo que es mejorable, lo que es necesario cambiar o, llegado el caso, sustituir. La aparición de nuevas necesidades sociales y la propia evolución de la vida obligan a adaptarse, tanto a la sociedad como a las instituciones.

Que algunas leyes se han quedado anticuadas suscita, probablemente, un amplio consenso. Que otras resulten ahora mismo injustas o desproporcionadas, también. Un cantante debería poder expresarse como quisiera, se comparta o no su arte. Pero también un comerciante debería poder dormir tranquilo sin preocuparse de si su tienda estará siendo destrozada y saqueada.

Una democracia es plena cuando se respetan las libertades y los derechos de los ciudadanos pero, sobre todo, cuando las instituciones garantizan el cumplimiento de sus propias obligaciones.

Qué mayor ejemplo de transparencia y correcto funcionamiento que el Estado afronte reformas pendientes como el sistema de financiación autonómica. O compense económicamente a los que quieren trabajar y no pueden hacerlo por las medidas sanitarias. O dote a los profesionales públicos de los medios que necesitan para afrontar su día a día. O no utilice los instrumentos institucionales en beneficio propio. O renueve los órganos pertinentes dentro del plazo pactado como el Consejo General del Poder Judicial. O desclasifique documentos oficiales para poner negro sobre blanco lo acontecido en un momento determinado de nuestra historia reciente. O descubra alguna irregularidad y la denuncie en lugar de taparla. Pocas cosas hay más higiénicas que un representante político comparezca en el Parlamento para dar explicaciones cuando alguien lo requiera.

El Estado somos todos. Ciudadanos, gobierno y oposición. Lo habitual en una democracia sería hablar permanentemente de diálogo y consenso. A todas horas. En todos los ámbitos. Más aún en una situación excepcional como ésta. Para que una democracia sea plena todos sus participantes deben cumplir con sus funciones. Cada uno en la parte que le corresponda. Ver la paja en el ojo ajeno no ayuda a mejorar. Sí, en cambio, remangarse y ponerse a pactar.