El pasado 9 de agosto afirmé en este diario que me extrañaba que en nuestro país no aparecieran voces críticas entre los intelectuales y expertos en salud pública, a pesar de la lamentable gestión que los políticos habían hecho de esta cruel pandemia que nos atenaza por todos lados. Unos días más tarde un grupo de expertos solicitó al Gobierno la creación de un comité cuyo único objetivo fuera la evaluación seria y rigurosa de dicha gestión. Ante el silencio clamoroso del poder ejecutivo, recientemente lo han solicitado por segunda vez. No me considero un experto en salud pública, pero como ciudadano de a pie, que además pertenece a uno de los grupos de mayor riesgo, me siento muy preocupado por el hecho de que España sea la nación europea con los peores resultados en el control de esta pandemia.

Entre las muchas preguntas que me hago sobre el tema hay una que me preocupa extraordinariamente: ¿por qué este virus infecta más a las personas con más bajos recursos económicos, tal y como lo demuestra el hecho de que su mayor incidencia se da en los barrios donde habitan ese tipo de personas? Soy muy consciente de que en ese fenómeno influyen muchas variables que se cruzan entre sí. A pesar de esa complejidad, en este artículo me voy a centrar exclusivamente en el papel de las mascarillas, apoyándome en los datos del estudio que cito a continuación.

Gandhi y Rutherford, ambos de la Universidad de California, han demostrado que el uso de las mascarillas tiene dos efectos aparentemente contradictorios entre sí. Por una parte, reducen la dosis vírica que inhala una persona expuesta al contagio como consecuencia del virus que expulsan otras personas, pero a la vez aumentan la proporción de infecciones leves y asintomáticas. Este último efecto a simple vista podría ser considerado perverso. Sin embargo, según dichos autores, es muy beneficioso debido a que esa infección leve produce en las personas que la padecen una inmunización importante, tal y como sucedió con el método empleado por el médico español Balmis al inicio del siglo XIX para inmunizar contra la viruela a los niños centroamericanos. Los autores de esta investigación reconocen que son necesarios más estudios para poder convertir esta hipótesis en tesis, aunque ya existen bastantes datos empíricos que lo corroboran. El dato más contundente proviene de un estudio realizado en un crucero argentino, en el que se demostró que el uso de mascarillas quirúrgicas, siguiendo al pie de la letra las indicaciones de limpieza, de tiempo de uso y de reutilización, dio lugar a una tasa de infección asintomática del 81%, mientras que en otros cruceros en los que no era obligatorio el uso de esas mascarillas la tasa no superó el 21%.

Pero ¿qué pasa si se utilizan mascarillas no homologadas, o si se usan inadecuadamente? Personalmente, considero que en estos casos pierden la propiedad protectora y, por tanto, pueden convertirse en el vector más pernicioso de contagio masivo. Desde mi punto de vista, es ese mal uso lo que explica, entre otros factores, que el mayor contagio se produzca en los barrios donde reside el sector social más vulnerable económica y socialmente hablando. Con el fin de evitar equívocos, tengo que reconocer que esta interpretación es solo una hipótesis que, dada su trascendencia, debería ser investigada con rigor de manera urgente.

Por desgracia, en nuestro país prolifera la venta de mascarillas en todo tipo de comercios sin haber sido sometidas previamente a ningún control de calidad ni de homologación legal. En la calle es fácil comprobar que se emplean mascarillas higiénicas, quirúrgicas, o KN95 con filtro y sin filtro, sin que nadie pueda dar razones acerca de la utilidad (o incluso, de la inutilidad) de unas y de otras. Las hay de un solo uso (su eficacia no aguanta más de seis horas), pero mucha gente las utiliza varias semanas o incluso las someten a lavados. Las hay que permiten un número máximo de lavados y, sin embargo, mucha gente cree que pueden ser lavadas indefinidamente. No cabe duda de que ese mal uso no es exclusivo de un determinado sector social, pero es lógico suponer que esos incumplimientos se dan más en los segmentos sociales con menor poder adquisitivo, ya que el respeto escrupuloso de todos y cada uno de esos requisitos conlleva un importante gasto mensual que muchas familias no pueden permitirse. Obviamente, el único procedimiento para no aumentar el gasto mensual es alargar la vida de las mascarillas el máximo tiempo posible, a riesgo de que pierdan sus propiedades benefactoras, no solo para cada una de las personas que no respetan dichos requisitos, sino también para el resto de los congéneres con quienes se relacionan.

Si, como indican todos los datos disponibles, las mascarillas son tan importantes para la prevención del contagio al coronavirus, o para la propagación masiva del mismo, me parece fundamental la exigencia de una norma en la que quede muy claro el tipo de mascarillas que la gente tiene que usar y los requisitos que deben reunir para poder ser comercializadas, retirando del mercado las que no reúnan esos requisitos y sancionando a quienes no las retiren. Pero sobre todo, creo imprescindible que sean proporcionadas de forma gratuita a los ciudadanos que no superen un determinado nivel de renta, vigilando después el uso que hacen de esos protectores. Lo que no se puede permitir es que las autoridades gubernamentales primero digan que sirven para muy poco y que después afirmen que son totalmente imprescindibles, sin haber aprobado previamente una normativa clara y garantista en cuanto a la validez de las mismas y a su correcta utilización.