El inicio del mandato de Joe Biden se produce en la atmósfera enrarecida dejada por el asalto al Capitolio de Washington y con la necesidad acuciante de corregir varias de las políticas aplicadas por Donald Trump, empezando por la sistematización de las medidas preventivas encaminadas a contener el contagio del covid-19 y su imparable mortandad. En una de sus últimas intervenciones, el nuevo presidente ha fijado, además, otras dos prioridades, la emergencia climática y la reactivación de la economía, con programas específicos para que la economía real -el empleo y el consumo- tiren del carro.

Nada hay más urgente que contener la expansión de la enfermedad y lograr una mínima disciplina preventiva. Mientras el uso de la mascarilla, reducir la actividad social y permanecer en casa el mayor tiempo posible se interpreten como fruto de una determinada orientación política, es improbable que se doblegue la curva de contagio. Pero la displicencia ante lo que aconsejan los especialistas es una de las más ominosas herencias dejadas por Trump, porque sin una amplia complicidad en la protección sanitaria es fácil suponer que el programa de reactivación económica que Janet Yellen ha presentado tendrá un efecto menor del previsto por su impulsora.

La adhesión al Acuerdo de París del 2015, del que Trump se dio de baja, es un gesto que urge para que Estados Unidos sea un actor seguro para corregir los efectos presentes y futuros del cambio climático. Desde el momento en que la Casa Blanca optó por atender a los negacionistas, ha sido China, una potencia con una estructura energética altamente contaminante, la voz que más se ha dejado oír más allá de la europea para preservar el medioambiente. Eso a Trump le importó entre poco y nada, pero resulta sorprende que sea un régimen sin control democrático el que haya llenado el vacío dejado por EEUU en liderazgos globales.

Como parte del proceso de regeneración política y de rectificación es muy urgente una revisión de las relaciones de EEUU con los aliados europeos, así en el campo económico (Unión Europea) como en el de la defensa (OTAN). Nunca aceptó Trump la especificidad de la economía global y del vínculo atlántico, prefirió mantener una relación privilegiada con Boris Johnson y poner toda clase de peros a la UE en el supuesto de que, a la larga, eso operaría como un factor divisivo. Lo cierto es que, vencido su mandato, el castigo impuesto a algunas exportaciones europeas, su complicidad implícita con Rusia y su estrategia antieuropea no ha hecho más que dañar la fluidez de los intercambios económicos y poner en duda la cohesión de la OTAN.

En la práctica, el proteccionismo de Trump ha impedido el dinamismo que cabe atribuir a la relación entre el mayor bloque de consumidores -unos 450 millones de europeos- y EEUU. Apremia a Biden volver a la senda de la concordancia con los países europeos.