A una niña de 11 años le están diseñando la vida como un programa escolar a gran escala, que abarque su modo de ser, de estar, de conocer, de opinar, de reír, de divertirse, de pensar, por supuesto de pensar. El programa contiene todas estas materias. El programa contiene, en suma, la respuesta a todas las preguntas que un ser humano moderadamente libre ha de ir descubriendo en el orden que le vayan surgiendo en su vida. Sólo que para esta niña, estas respuestas están ya configuradas, determinadas y no son, no pueden ser otras que las que convienen a su futuro desempeño como reina de España. Ni más ni menos. Y a casi nadie parece parecerle raro, ni poco saludable, ni contraindicado para educar a un ser libre, capaz de decidir su destino, de realizar sus elecciones en el momento adecuado, con derecho a cultivar sus dudas y sus certezas, su contradicciones, sus errores y sus puntos de vista sobre cualquier cuestión. Y su posibilidad de cambiar el rumbo si aquello que le pareció eterno deja de serlo. Aquí, todos estos asuntos estarán sometidos a un plan mayor: fabricar una reina. Todo esto en el siglo XXI.

A esa niña le han venido diciendo, casi con toda seguridad, que ella es como las demás, que tiene que ser y aprender a ser como las demás. Seguro que se lo repiten constantemente, que se lo enfatizan más incluso que a las niñas de su edad. A las otras niñas no les repiten constantemente que son como los demás; porque no hace falta. Las otras niñas no tienen ninguna duda de que son como las demás; y si alguna vez piensan que son más importantes, porque son más ricas, o menos importantes, porque son más pobres, esa desigualdad es también - lo aprenden enseguida - una desigualdad que no las hace distintas a las demás; aprenden que esa desigualdad justamente es lo que las hace más iguales; y les viene la primera perplejidad educativa cuando ven de frente o les viene encima la paradoja. Son todas iguales; pero algunas son aún más iguales que otras.

Y la niña, seguramente, nota enseguida que se lo dicen tanto porque lo que ve le está indicando precisamente todo lo contrario: que NO es igual que las demás niñas. Las demás niñas, si acaso sueñan con ser princesas, lo hacen en contextos fantásticos y en horario extraescolar, entre el cole y la cena, o en su cumpleaños, o algún sábado por la tarde; y el sueño es casi siempre como quién abre un helado, o sea, con su principio y su final. Las otras niñas saben que su princesa es un personaje, un disfraz, un juego; fugaz, irreal, fantástico, y que tiene su final cuando la llaman a la cena, al baño o a dormir.

Pero el cuento de nuestra niña no acaba nunca. Se va a dormir y no deja de ser princesa, se duerme sabiendo que sigue siendo una princesa, y que a la mañana siguiente se levantará y desayunará como una princesa, irá al cole como una princesa que no se viste de princesa precisamente porque es una princesa, y no quiere pregonarlo demasiado porque todos lo saben, porque la han visto en la tele donde sale con su madre, que es una reina, y con su padre, que es un rey, y con su abuela, que es también una reina y con su abuelo, que es también un rey; conque es imposible que esa niña de 11 años pueda ignorar ya nunca que es una princesa.

Y si acaso alguna niña del cole le cuenta algún cuento de princesas, nuestra niña la mirará con ojos sin sorpresa, porque se conocerá ya el cuento mejor que nadie, pero la escuchará con amable condescendencia, porque ya habrá aprendido a los 11 años que hay que saber ser condescendiente como si se fuera amable, porque eso formará ya parte de su vida futura, aprender a no parecer princesa justamente por serlo demasiado. Es cosa de verlos, a los vástagos de las monarquías y a sus madres reinas y padres reyes, esforzándose por parecer familias de clase media -media alta, eso sí, que tampoco es cosa de exagerar - y posando para los ojos del pueblo sin pompa y sin aparato, como dando idea de normalidad. Con lo fácil que lo tendrían si quisieran, declarando la corona desierta por incomparecencia de recambio.

Entre tanto, nuestra niña se prepara para dar su primer discurso, el primer acto de un teatro que le espera y que lleva precisamente su nombre, el de su cargo de princesa para el que no necesita oposiciones ni presentarse a cásting. La plaza está dada desde la cuna.

<b>*Autor y director teatral</b>