La frase que da título a este artículo fue una de las que tuvo más éxito en el levantamiento estudiantil parisino ocurrido durante el mes de mayo de 1968 (solo fue superada por esta otra: «Sed realistas; pedid lo imposible»). A pesar de la belleza utópica de la frase de marras, el ansia de libertad sin límites nunca ha tenido ningún éxito a nivel político. No es demasiado complicado entender que no haya tenido recorrido práctico, ya que una sociedad en la que no haya prohibiciones conlleva la desaparición de las leyes y, por ende, de todos los aparatos represivos de los estados (fundamentalmente, de la policía y de la justicia). No cabe duda de que si todos los seres humanos fuéramos unos animales angelicales sin mezcla de mal alguno, las leyes dejarían de tener sentido. Lo que pasa es que ocurre todo lo contrario. El mal forma parte de la naturaleza humana y, por ello, es absolutamente necesario que existan leyes y aparatos represivos de los estados. Rousseau, en su obra titulada El Emilio defiende el planteamiento ideológico que subyace en el prohibido prohibir, pero unos años más tarde rectifica y escribe El contrato social, donde admite la necesidad de restricciones legales para poder vivir en sociedad. Y algo parecido le ocurrió a Platón, tal y como puede comprobarse comparando el contenido de su obra de juventud, titulada La república con la de la vejez, titulada Las leyes.

Podría continuar profundizando más en el análisis filosófico de la contradicción existente entre libertad total y prohibiciones, pero no lo haré. En primer lugar, porque considero que en este diario hay colaboradores mucho mejor preparados que yo para llevar a cabo ese análisis dialéctico. Y en segundo lugar, porque no quiero convertir este artículo veraniego en una pesado ladrillo. Mi propósito ha sido reflexionar sobre el comportamiento permisivo de muchos padres y madres con respecto a sus hijos, sobre todo durante las largas vacaciones estivales.

No sé ustedes, pero yo conozco a muchas madres y padres que conceden a sus hijos todo lo que les piden y les dejan hacer todo lo que se les ocurre. En algunos casos, porque alguna psicóloga (o psicólogo) de la nueva ola les ha dicho que las prohibiciones pueden ser muy negativas para un desarrollo saludable del psiquismo infantil. Y en otros porque interpretan que la inclusión del «prohibido prohibir» en el código educativo familiar es el remedio más eficaz para que los hijos no molesten a los papás y a las mamás. Esa conducta pedagógica la practican con bastante más frecuencia las mamás y los papás separados (o divorciados) de clase media alta, con el propósito de que los vástagos quieran más a uno que al otro cónyuge. Según todos los estudios empíricos existentes, ese objetivo nunca se logra, pero en cambio ese comportamiento pedagógico interesado convierte a los hijos en unos magníficos estrategas para manipular a sus progenitores y sacarles todo lo que les dé la gana.

De entre los muchos artilugios que las madres y padres adictos al «prohibido prohibir» permiten utilizar a los niños sin ningún tipo de limitación están los teléfonos móviles y las tabletas superinformatizadas. Hoy no creo que haya ninguna mamá o papá que no conozca los peligros que tienen esos modernos artilugios para el armónico desarrollo evolutivo de la infancia y de la adolescencia, no solo desde el punto de vista de la salud física y emocional, sino también por los nefastos efectos que posee la consulta de determinadas páginas y la exposición pública de las intimidades para la integridad personal. Sin embargo, son muy pocas las madres y los padres que ponen en funcionamiento medidas coercitivas para impedir esos efectos tan negativos para sus vástagos.

Todas las investigaciones rigurosas acerca del denominado fracaso escolar, realizadas a lo largo del siglo pasado, demostraban que la incidencia es enormemente mayor en los niños procedentes de familias de bajo nivel social y cultural que en los que proceden de familias de elevado nivel. No conozco si existen estudios serios cuyo objetivo haya sido comparar el rendimiento escolar de alumnos que utilizan habitualmente esos artilugios, con respecto a quienes no los usan, o si han realizado esa comparación en función del número de horas semanales que les dedican. Sin embargo, mi dilatada experiencia como investigador del éxito y del fracaso escolar me hace suponer que un uso indiscriminado y sin limitaciones paternas de esos artefactos posee un efecto muy negativo sobre el rendimiento escolar.

De igual modo, pienso que la sustitución por parte de algunos colegios de los libros de texto por el uso indiscriminado de tabletas tiene también un efecto muy perverso sobre los hábitos de estudio de los alumnos y, especialmente, sobre los hábitos lectores.

No quiero terminar este artículo sin reflexionar sobre las consecuencias que tienen los códigos pedagógicos familiares, en los que se permite a los niños que hagan lo que les dé la gana y en los que las prohibiciones y los castigos brillan por su ausencia, en el grado de crueldad de los hijos. Personalmente, tengo la impresión de que esos códigos pedagógicos libertarios son el mejor camino para conseguir que los vástagos acaben esclavizando a sus progenitores cuando llegan a la adolescencia y a la juventud. Por eso, si usted, en tanto que madre o padre, es feliz convirtiéndose en el esclavo de sus hijos, practique por activa y por pasiva el «prohibido prohibir» en la educación de sus retoños. Como en la viña del señor tiene que haber de todo, ese tipo de progenitores deben ser respetados como los demás. Eso sí, siempre que logren evitar que sus hijos se conviertan en los mayores acosadores de sus compañeros y compañeras del colegio.

*Catedrático jubilado de la Universidad de Zaragoza