Antes de la elección de París, el hombre que creyó en el milagro, y que además lo hizo, el alcalde Belloch, decía sentirse como frente a su oposición de judicaturas, y más de una reminiscencia de esa clase de tensión pudo vivirse durante la angustiosa espera de la votación final para la Expo 2008. Una tensión que, por fortuna, al sonreirnos la victoria se transformó en euforia, en solidaridad, en fluido colectivo, en corriente de autoestima, en un manantial de legítimo y largamente aplazado orgullo.

Además de al alcalde, al Gobierno de Aragón, al embajador Paz Agüeras, al equipo del Consorcio, a todos los partidos políticos con representación institucional, a los voluntarios, colaboradores y artistas, y desde luego a la señora Fernández de la Vega, me gustaría felicitar muy especialmente a Jerónimo Blasco, gerente de la Expo zaragozana y artífice, en la sombra, del descomunal trabajo desarrollado en la recta final de la campaña. Un político, un gestor a menudo criticado por su carácter indomable, pero cuya tenacidad y espíritu de lucha han contribuido decisivamente a sacar adelante un proyecto que hace sólo un par de años no pasaba de ser una declaración de buenas intenciones.

El secreto del éxito no ha residido en otros elementos que en esa certera dedicación, en la oportuna y universal elección del tema, en el interesante proyecto expositivo y en su brillante exposición pública. Tanto así, tal era el valor intrínseco de esta serie de acumulados intangibles que, aun habiendo perdido, Zaragoza habría salido ganando en imagen, publicidad, inyección presupuestaria, turismo, servicios, estructuras, nuevos y sugerentes diseños urbanísticos. Pero el grato colofón de la victoria, obtenida a pulso, paso a paso, minuto a minuto, abre unas expectativas ciertamente halagüeñas para una capital que durante demasiado tiempo ha sido el patito feo de las cinco grandes, la preterida, el modesta y semidesconocido reducto de los maños.

Ahora, conquistado el reconocimiento internacional más trascendente de nuestra antigua y rica historia, Zaragoza goza al fin de su oportunidad esencial. Una ocasión clara, nítida, presente, para diseñar su propio futuro en colaboración con un gobierno afín a este objetivo, e impulsada por una iniciativa privada que parece despertar de su letargo y comenzar a asumir un rol transformador.

Una oportunidad inaplazable, mediática, real, ecuménica, que exigirá el comprometido esfuerzo de todos y cada uno de nuestros ciudadanos. Cada cual en su puesto, colocando su grano de arena hasta colmar el granero que habrá de abastecernos en la próxima década. Porque es de este tipo de impulsos del que las ciudades alimentan su argumentario inversor: de los grandes eventos y ciclos, de todo aquel noticiable universal que aterriza en una sede como maná llovido del cielo.

Hacia allá arriba, en lugar de hacia las tuberías, es hacia donde ha mirado el alcalde Belloch. Este político atípico, imaginativo y formado, intuía que nuestro horizonte estaba más allá, y, al tiempo, aquí. Su aportación se resume en proyectar vanguardia y tradición en un salto continental, en un puente hacia el mundo. Enhorabuena a todos.

*Escritor y periodista