A mí me gustaría vivir en un país donde los transportes públicos fueran rápidos y baratos, la enseñanza escolar extensa, unas universidades que garantizaran la calidad profesional de los titulados, una sanidad eficiente, una justicia rápida, una tasa de desempleo del uno o el dos por ciento, y un mercado inmobiliario donde alquilar o comprar un piso fuese algo sencillo y al alcance de la mayoría de los ciudadanos.

No obstante, vivo en un país donde los transportes públicos son manifiestamente mejorables, la enseñanza no tiene calidad, la universidad es una fábrica masificada de títulos de licenciatura, la sanidad es excelente en los casos desesperados y burocrática en la atención cotidiana, la Justicia es perezosa, no hay pleno empleo y alquilar un piso es una aventura. Bien. Las cosas, por supuesto han mejorado, pero no hemos alcanzado ni de lejos la excelencia, y de eso es de lo que se trata, al menos, de ir camino de ella. Si para eso es necesario reformar la Constitución o fabricar diecisiete nuevas agencias tributarias, que se haga, pero la relación causa-efecto parece remota, no a mí, sino a la mayoría de las personas con las que me relaciono.

A lo mejor es que no estamos preparados, pero no entendemos por qué si se reforma el estatuto de autonomía de Cataluña los pisos van a ser más baratos en Lérida, y si hay una agencia tributaria andaluza los médicos de las facultades andaluzas ya no van a salir sin haber asistido a un solo parto. A lo mejor es que no nos lo han sabido explicar. Sucede en casi todos los oficios la tendencia a fabricar lenguajes endogámicos e incomprensibles para los demás: marineros, abogados, médicos, impresores... etcétera. Es probable que a nuestros políticos les suceda algo parecido, y, enrocados en sus legislaciones, no sepan explicar a los que pagamos sus sueldos en qué consisten esos planes que acabarán con la inseguridad ciudadana simplemente reformando la Constitución.

*Escritor y periodista