A través de un camino de baldosas blancas y negras, el rey negro galopaba a lomos de su fiel corcel negro con la mirada fija en la gran torre blanca que coronaba el paisaje. Se acercó veloz hasta ella y desmontó del caballo con presteza. Sirviéndose de los salientes de las rocas que la configuraban, se lanzó a escalar la torre. Pronto llegó a la terraza, donde se encontraba la reina blanca, de pie y de espaldas a él. «Amada mía», susurró el rey. «Oh, amor mío», dijo ella volviéndose.

Corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron apasionadamente. Se besaron con fervor, como amantes desesperados. «Te quiero con toda mi alma», dijo él. «Oh..., esto tiene que terminar», dijo ella de pronto, apartándolo, «No podemos seguir así. Mi esposo, el rey blanco, nos sorprenderá algún día, y ya sabes lo que eso significaría: la guerra». «Sí, pero no puedo evitar...». «Elige», atajó ella, «la paz o yo».

El rey negro la miró tristemente. «No me extraña que haya tantas guerras en el mundo», se dijo, «Ya sabes que yo amo la paz, y que lo último que haría sería provocar una guerra... Me pones en una situación muy difícil». «Lo sé», asintió ella. «Y lo siento».

El rey negro la miró fijamente, con los ojos a punto de llorar. Se abrazaron, por última vez. Después, el rey negro dio media vuelta y bajó por la piel de la torre. Pronto llegó al suelo. Allí le esperaba su caballo negro. «Te tengo que dejar», le dijo mientras le daba unas palmaditas en la grupa. Le acarició la crin cariñosamente y se alejó de él. El rey negro no quería provocar una sangrienta guerra; no quería que nadie tuviera que morir por su culpa. Sin embargo, tampoco podía vivir sin su amada, la reina blanca. Así pues, solo podía hacer una cosa. Corrió hasta el extremo del tablero y saltó al vacío.

*Escritor y cuentacuentos