Hace tiempo que los partidos políticos dejaron de ser vehículos de participación popular para convertirse en maquinarias dominadas por oligarquías presas de su propio interés. Ya no sirven para controlar a sus políticos sino para competir por el poder. Como decía Michells , «en un partido la democracia no es un artículo para el consumo doméstico, sino para la exportación». Y el propio José María Maravall escribía «Los ciudadanos votarán a un partido, los afiliados no tendrán mucho que decir sobre los candidatos y los burócratas elegirán a los futuros parlamentarios».

La composición de direcciones políticas cómo élites profesionales defendiendo poder, promoción social e influencia personal, se ha ido imponiendo a las ideologías, los programas y los proyectos. Su deterioro es la mejor pista de aterrizaje para los populistas y los hiperliderazgos. La experiencia francesa de un Macron surgido como alternativa a los partidos franceses con un programa personalizado en sí mismo o un Puigdemont inventándose la Crida Nacional Catalana por encima de todas las opciones independentistas, son, con diferencias, síntomas de lo que nos puede deparar el futuro. Porque el control sobre los dirigentes desaparece y las aportaciones de la militancia quedan reducidas al permanente «babear» de los incondicionales.

Aunque en las democracias parlamentarias las luchas internas en los partidos son parte importante de la política, acallarlas, si se gobierna, con el llamamiento a la unidad y el argumento que los votantes castigan a los partidos con problemas internos, solo sirve como adormidera para evitar que nada se mueva.

Romper el bucle, entre su imperiosa necesidad para el sistema democrático y su cada día mayor deterioro ante los ciudadanos, posibilitó la aparición de las nuevas opciones políticas. Con un discurso crítico sobre los partidos tradicionales construyeron un relato alternativo, que si bien es cierto ha tenido repercusiones en la vida política y social del país, no ha evitado que estén reproduciendo ya muchos de los «vicios» que detestaban. Eso no quita reconocer sus aportaciones en la formulación de nuevas formas de participación y consulta cada vez más descafeinadas por la baja participación.

Los debates internos reducidos a los 124 caracteres de Twiter, el mensaje de Whatsapp o el click para votar a una u otra persona, han convertido la participación en esa democracia de sofá, crítica en las redes ,pero acomodada, desmovilizada, sin influencia y sin alternativas.

Los partidos tradicionales también intentan romper ese bucle con las primarias: En el PP a medio gas, perdiendo en 24 horas el 93% de su militancia , y corrigiendo con compromisarios la voluntad expresada por las bases . Entre los militantes socialistas como ya viene haciendo ese partido en los últimos años.

Recuerdo la euforia de los socialistas franceses cuando el duelo entre Hollande y S. Royal arrastró a tres millones de simpatizantes que pagaron tres euros y firmaron un manifiesto de apoyo por participar. Su contagio en el PDI italiano para elegir el candidato con millones de progresistas participando.

Pero tras aquella explosión ciudadana comprometida con una forma de hacer política, las luces se apagaron, y la penumbra solo nos deja ver una consulta a los militantes cargada de prejuicios, controlada por los de siempre y sin posibilidad de motivar a los ciudadanos. Resuelve el problema de la elección de candidatos pero no rompe el aislamiento ni motiva la participación. Debatir ideas, proyectos y alternativas, precisan de un cambio en la cultura de estas organizaciones y en la sociedad. No es un problema generacional, de caras nuevas que den bien ante las cámaras. No se resuelve con jóvenes reproduciendo formas y clichés viejos. Ni con las redes sociales. Sin una sociedad civil potente, es imposible revitalizar la vida partidista. Conseguirlo no es tarea exclusiva de estas organizaciones, los ciudadanos debemos ser conscientes de que su debilidad es la nuestra, y la exigencia debe ir acompañada con el compromiso y la participación.