Desde la Inquisición hasta Javier Krahe pasando por mí misma en esta columna, muchos hemos sido los que hemos preferido la hoguera. «La hoguera tiene, qué se yo, que sólo lo tiene la hoguera». Real y metafóricamente, su fuerza purificadora ha sido usada con diferentes intenciones: ajusticiar brujas, despedir a los muertos en exóticas culturas, preparar una habitación para el amor, acabar con los discos de Los Beatles en las puritanas fogatas de los sesenta o destruir los libros considerados inadecuados por los más diversos regímenes. Pero, si nos centramos en esta última utilidad, a mí el único donoso escrutinio que me hace gracia es el de Cervantes en El Quijote.

Los nuevos tiempos son algo más pusilánimes y no gustan de formas tan contundentes, pero sí de sus efectos. Cuentan las crónicas que el Ayuntamiento de Madrid ha eliminado unos versos de Miguel Hernández que habían sido elegidos para esculpir unos espacios del memorial de La Almudena, después de retirar en noviembre 2.937 placas que recordaban el nombre del mismo número de víctimas. Considera, por lo visto, que ese silencio va a favor de la paz y, quizá, a favor también de sus potenciales votantes. Pero yo ignoro cuántos de ellos lo necesitaban. Tal vez en el Ayuntamiento de Madrid no quieran leer tampoco a Mijail Bulgakov para no toparse de bruces con algo que él nos señaló: «El papel cubierto de escritura arde mal». Lo mismo ocurre con la Historia, cubierta de vida y muerte. Ha pasado suficiente tiempo como para no tener que negar lo que ocurrió ni acallar a sus testigos. Miremos las palabras que ellos nos dejaron, al fin y al cabo ya de todos, al calor de otra hoguera cuya luz ha estado siempre esperándonos. Ojalá ella sea al final más terca que nuestra incansable torpeza. Se llama inteligencia.

*Filóloga y escritora