Yasir Arafat deja un legado controvertido y azaroso que incluye la aspiración de un Estado viable, pero también las frustraciones y las circunstancias de oprobio y ocupación en que padece y guerrea el pueblo palestino. De la muerte del símbolo emerge una nueva realidad cuya evolución positiva depende del esfuerzo internacional para revitalizar un proceso de paz que plantea, en palabras del británico Blair, "el desafío político más perentorio de nuestro mundo". Su llamamiento al presidente Bush para que haga de Palestina una prioridad mundial apoya la hipótesis de que los progresos pacificadores son imprescindibles, aunque no suficientes, desde luego, para estabilizar la región, combatir el terrorismo islamista y reconciliar a los árabes y musulmanes con el mundo moderno.

LOS PALESTINOSdeberán demostrar que no son un conglomerado de facciones desgarradas, sino una nación que antepone los intereses generales a la visión que cada grupo pueda tener del futuro. En Cisjordania y Gaza, tras cuatro años de intifada y más de 4.000 muertos, la situación se parece a la del año cero de Alemania en 1945. A la devastación, la pobreza y el caos se superpone la desesperación moral, de manera que la reconstrucción es impensable sin la desmilitarización de la intifada, reclamada por los moderados desde el 2001, el rearme democrático y la apertura de nuevos resquicios para la esperanza.

Israel no sabe si la muerte de Arafat, cuyo ostracismo político decretó hace tres años, desembocará en la negociación con una nueva y elegida autoridad palestina, colegiada para los asuntos cruciales, como sería deseable, o en la anarquía sangrienta de grupos radicales y suicidas, desde la decapitada Hamás, que funciona además como una gran central de beneficencia, hasta grupúsculos irreductibles y a veces manipulados de la Yihad Islámica o las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa. La lucha por el poder parece inevitable, aunque nadie ose predecir si se dirimirá en las urnas o estallará en una tumultuosa espiral de violencia.

La concentración de poder en Arafat es irrepetible y el compromiso entre los actores palestinos no puede ser sino provisional. La vieja guardia de Túnez, a la que pertenecen Abu Mazen y Ahmed Qurei, reticentes ante la lucha armada, ha monopolizado el escenario oficial durante la agonía del rais, pero más pronto que tarde será desbordada por una generación de dirigentes que propugnan reformas radicales, eficacia administrativa y el fin del sistema caciquil, represivo y corrupto que constituye uno de los aspectos más sombríos del régimen instalado en 1994. Sólo el ejercicio democrático del voto, que libera de la alienación política y religiosa, podría ser un antídoto eficaz para tanta desgracia.

El desequilibrio de fuerzas es abrumador e Israel dispone de poderes exorbitantes para condicionar o determinar el desenlace. Durante los últimos tres años, la estrategia unilateral y de tierra calcinada de Sharon se justificaba por el aserto de que Arafat era un obstáculo que bloqueaba cualquier solución aceptable para los judíos y discretamente patrocinada por Washington. La UE creía, por el contrario, que el presidente palestino era el único interlocutor. El primer ministro israelí demostró siempre escaso interés por la negociación y es poco probable que la promueva con los herederos de Arafat, aunque resulta evidente que los enemigos del diálogo se han quedado sin coartada y quizá piensen que un recrudecimiento de la violencia puede convertir la bandera de Hamás en la única que ondearía sobre las ruinas.

ALGUNOSdatos apuntan en la buena dirección. El rápido acuerdo palestino-israelí para que el rais fuera enterrado en la Mukata de Ramala, el silencio hebreo durante la aflicción de París y las declaraciones del portavoz de Sharon en las que sugiere que la prevista retirada unilateral de Gaza podría devenir el primer acuerdo con el poder palestino, aunque sólo sea para evitar el desastre, revelan una inusitada voluntad de mitigar la diatriba o el desprecio. En su mensaje de condolencia, Bush volvió a propugnar "una Palestina independiente, democrática y en paz con sus vecinos", unas palabras que bien pudieran apuntar hacia el fin de la indiferencia paralizante, el dictado o la parcialidad enconada para mayor gloria de Sharon.

Israel tiene en su poder otras bazas que puede utilizar aleatoriamente. Una de ellas es la liberación de miles de prisioneros y, entre ellos, Maruán Barguti, símbolo de la resistencia, un líder laico condenado a cadena perpetua, cuyo protagonismo sería el único susceptible de impedir el triunfo aplastante de los integristas islámicos en las elecciones. No está de más recordar que la creación de Hamás en 1987, durante la primera intifada, no fue ajena a los servicios secretos israelís, empeñados a la sazón en socavar la primacía de Al Fatá.

La muerte de Arafat no altera la relación de fuerzas, abrumadoramente favorable para Israel, ni resuelve ninguno de los problemas que alimentan el conflicto: un Estado palestino y sus fronteras, el reparto del agua, el destino de los refugiados y el estatuto de Jerusalén. Un cambio cualitativo exige de los palestinos el fin del terrorismo contra población civil, única forma de que la opinión hebrea acabe por aceptar el principio inexcusable de paz por territorios, fundamento de los acuerdos de Oslo. Y cuando cesen los atentados alevosos y suicidas, Israel no podrá defender los aspectos más inhumanos y arrogantes de su actuación neocolonial: los asesinatos selectivos, el expolio de tierras y la demolición de viviendas.

Israel dispone de la fuerza y tiene derecho a utilizarla para defenderse del flagelo del terrorismo, pero es más difícil que pueda liberarse de las cadenas de la ocupación, de la obsesión demográfica y de las reivindicaciones bíblicas del Gran Israel que conducen al muro del apartheid, el gueto militar y la catástrofe económica, pero no a la convivencia. Paradójicamente, los centenares de israelís víctimas del terror alejan a los palestinos de su objetivo nacional de sacudirse el yugo sionista. Ese ciclo infernal del que no supo salir Arafat sólo podrá quebrantarse mediante una decidida acción internacional que ayude a superar el delirio arqueológico de unos y la utopía exasperada de los otros.

*Periodista e historiador