Algún comentarista señalaba el silencio con que los diputados escuchaban la primera intervención de Pedro Sánchez en el debate de investidura. El espectáculo del cinismo del candidato es como un monumento natural: aunque te lo esperes, impresiona y te deja mudo un rato. Luego la cosa cambió: el debate fue bronco, con tonos mitineros, el choque entre una visión catastrofista hiperbólica y la que confunde la euforia victoriosa con una virtud moral, el desacuerdo con una carencia ética. Todo esto venía ambientado con la mezcla habitual de hooliganismo y risas enlatadas.

Hubo ruido y furia. Hubo histrionismo de la derecha: incluyó un intento antidemocrático de impugnación y en Twitter la petición de boicot a Teruel, lo que sería prestarle más atención que hasta ahora. Pero ese silencio inicial no fue el más clamoroso. A las almas sensibles podría haberles incomodado la intervención de Gabriel Rufián, que contenía una mezcla previsible de mentiras, ignorancia y chantaje. Es frecuente que Rufián insulte la inteligencia de sus interlocutores: quizá tampoco pueda elaborar un discurso más sofisticado; la inteligencia de los personajes tiene el límite de la inteligencia de su autor. Pero asombraba el silencio de Sánchez cuando Rufián amenazaba con tumbar el Gobierno si no cedía a sus exigencias, o cuando desautorizaba a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Otras veces (a Casado, a Arrimadas, que presenta como filiales de Vox: hasta ahí llega su preocupación por el ascenso de la ultraderecha) Sánchez respondía con sarcasmo y contundencia. Aquí bajaba la cabeza. Sánchez estaba pidiendo apoyos para dirigir el Estado: puedes entender la lógica de los votos, pero desconcierta que quieras liderarlo y no te apetezca defenderlo de una calumnia.

Hemos visto también cómo el líder del PSOE y su portavoz aceptan críticas a los jueces que no son solo críticas a sus decisiones, sino que son impugnaciones a la separación de poderes y a las bases del Estado de Derecho: estamos aceptando la erosión del principio de legalidad (eso es la denuncia de «la deriva judicial» de la política) a cambio de algo que no sabemos muy bien qué es, pero que es bueno porque los que están en contra nos caen mal, y nos caen mal porque están en contra. Es una extraña combinación: no creer en nada salvo en uno mismo y confiar mucho en la comunicación política. Permitirá vender el mismo producto mil veces, dar todos los giros de argumento que hagan falta y confiar en que esta vez las cosas saldrán bien aunque hagamos lo mismo que salió mal antes, cuando había más frenos que ahora. Ojalá salga bien. H @gascondaniel