Lace sesenta años, el 25 de marzo de 1957, mientras las campanas de todas las iglesia sonaban alborozadas, se firmaba en Roma el tratado que establecía la CEE y el EURATOM (la autoridad en materia de energía atómica) con los seis países que seis años antes habían constituido la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). No fue fácil, la guerra fue una catástrofe material y emocional en todo el continente, aumentada, si cabe, con la aparición de la guerra fría y el aislamiento de territorios, familias y culturas. Superar las suspicacias, recelos, agravios y enfrentamientos entre las naciones era una ilusión poco creíble.

Desde que a mediados de los cincuenta Francia vetara la propuesta de un ejército europeo, hablar de un proyecto común en Europa pasó a ser la utopía de idealistas irrelevantes dispuestos a estrellarse contra el muro de la incomprensión. Aquella Europa pujante, líder de la industria manufacturera y el comercio, veía «su situación externa debilitada, su influencia en declive y su capacidad de progresar frustrada por sus divisiones», según el Ministro de Exteriores belga de la época.

La postguerra había demostrado que el desarrollo económico precisaba la cooperación internacional porque ninguna de sus economías era autosuficiente, por eso los buenos resultados de la CECA los llevaron a buscar una integración económica mayor. Aunque el tratado no supuso más que una declaración de buenas intenciones con las uniones aduaneras, los acuerdos comerciales transnacionales, la reducción de aranceles, la libre circulación de productos, divisas y trabajo, las fluctuaciones de las monedas o el establecimiento de un tribunal de justicia europeo, su magnitud radicó en el proyecto político, en la superación del dolor y los recelos, por la colaboración económica y social.

A pesar del tiempo son muchos los debates, posicionamientos y diferencias que perviven, que siguen siendo titulares de prensa. Pese a que los británicos, un año antes de la firma veían las ventajas de su integración («si los gobiernos alcanzan la integración económica sin el Reino Unido, esto significará la hegemonía de Alemania en Europa»), Londres optó por no unir su suerte a la de «los europeos» y buscó un acuerdo con los países escandinavos, Austria, Suiza,… la EFTA ,como zona de libre comercio en productos manufacturados, en reacción a la incipiente CEC. Pero necesitaba más mercado para la exportación, y fue el Gobierno de Macmillan quien solicitó la entrada en la comunidad cinco años después, para ser vetado por De Gaulle dos veces, (1963 y 1967) y finalmente aceptados en 1970 tras la desaparición del presidente francés. Paradojas de la política: lo que era un proyecto dúctil y asequible para los ingleses en sus inicios, debieron tragarlo estructurado y rígido trece años más tarde.

No todo eran satisfacciones entre los firmantes. En Francia, sin ir más lejos, fueron muchos los gaullistas, socialistas y radicales de izquierda los que votaron en contra de la ratificación del tratado. Fue el compromiso de los socios a comprar los excedentes agrícolas y ganaderos lo que finalmente convenció a la Asamblea Nacional para su apoyo. Derivaron hacia la CEE el sostenimiento de sus subvenciones a la agricultura, dejando vía libre a la industria germana el mercado del consumo doméstico, algo de lo que todavía no se han recuperado.

En Alemania fue el propio ministro de economía Ludwing Erhard quien se mostró más crítico. «Una unión aduanera neomercantilista, que podría dañar los lazos de Alemania con Gran Bretaña, restringir el flujo de comercio y distorsionar los precios es un absurdo macroeconómico». Fue el presidente <b>Adenauer</b> quién, obsesionado con no romper nunca con Francia por muchas divergencias que hubiera, determinó la posición, aunque tanto su déficit agrícola como la pérdida de los mercados del Este en plena guerra fría les empujara a esta integración.

No es fácil comprender la grandeza de aquel acuerdo, tras la mayor confrontación bélica jamás vivida. Superar la Europa de las naciones, de los rencores y los conflictos, buscando una integración de países con instituciones, normas y regulaciones comunes, era la mejor apuesta para vivir en paz y prosperar social y económicamente.

Es cierto que la crisis económica, el estancamiento de algunas instituciones y la renacionalización de las políticas europeas hacen mella, le aíslan de las preocupaciones ciudadanas; pero la alternativa no es volver al estado nación sino más unión, más Europa. Resulta complicado. También lo fue en 1957. La complejidad que ellos tuvieron la seguimos teniendo y así como ellos la convirtieron en un valor para dotarse de un modelo de convivencia, nosotros, ahora, debemos conservarlo y renovarlo.