Ha comenzado el día muy raro. Me llama Joaquín Gracia, que va camino de Atenas, y pienso que me va a hablar de las Olimpiadas, pero me suelta que dentro de media hora van a enterrar a Miguel París. Aquí, en la orilla del Mediterráneo, ha salido el día con un levante molesto, sin que llegue a bronco, y los hibiscus y las buganvillas se dejan mecer con la indiferencia vegetal que lo ignora todo de la muerte. Estoy a setecientos kilómetros de distancia, pero podría estar a dos metros y no estaría más cerca de Miguel como lo estoy ahora, viendo su cara enjuta y sonriente, su expresión de falso risueño, su apariencia superficial que lograba engañarnos al principio, pero que ocultaban un hombre emocional, rotundamente necesitado de afecto.

Lo recuerdo sacudiéndose de un manotazo las lágrimas y volviendo a colocar el ojo tras la cámara, seco por muy poco tiempo, porque se implicaba en los sucesos, y jamás lo pude observar indiferente ante un cadáver, debido a que solía conocer la historia que había detrás, esas historias que componen las tragedias de una ciudad, de una región, y van componiendo sus capítulos de luto.

Durante bastante tiempo, en la edición aragonesa del diario Pueblo nos unió profesionalmente una sección que se titulaba Guapas en el club Pueblo , y donde Miguel tomaba una imagen, digamos que erotiquilla de la guapa de turno, y yo le hacía una tópica entrevista. Para tener material de reserva, salíamos a las doce de la noche y nos recorríamos todas las salas de fiesta de la Zaragoza de entonces, hasta las dos o las tres de la madrugada. Al cabo de unos meses no había cupletista, tonadillera, vocalista, cantante o ayudante de mago ilusionista que no nos fuera familiar. La desenvoltura de Miguel, su descarada conversación, chispeante y sin pizca de grosería, conquistaba a las damas que se quedaban encandiladas ante la verborrea desenfadada y simpática de aquél fotógrafo, desde luego mayor que el plumilla que le acompañaba, y, también, mucho más seductor.

APARTE DE esa faceta circunstancial, y que requería el tono de la sección, Miguel poseía un certero olfato periodístico. Lo que para muchos de nosotros representaban dos líneas informativas sin importancia para Miguel podían ser un gran reportaje, y lo señalaba, y siempre que se le hacía caso era cierto que allí detrás había un gran reportaje. Ese mismo olfato periodístico --que ni se vende en las farmacias, ni se puede adquirir en una facultad-- le llevaba a subrayar las imágenes más impactantes, con lo que lo que mejor que podía hacer el reportero que trabajara con él era elegir las fotografías previamente seleccionadas por Miguel. Recuerdo algunas estremecedoras, como la de un padre, en el Campo de San Gregorio, con una bota en la mano, una bota del hijo que acababa de morir en unas maniobras militares, una foto terrible, patética, desoladora. Cuando una imagen vale más que mil palabras es cuando un fotógrafo encierra las mil palabras en un parpadeo.

Había una frase de Miguel, que repetía durante el franquismo, y era la de decir "me parece que aquí hay mucho rojo", una muletilla destinada más a él mismo que a los demás, una ironía para introducir en la propia portería, porque se había jugado la vida siendo un tierno adolescente por unos ideales en los que creía, y se había dado cuenta de la deriva en que quedaban los himnos y las canciones, en la mentira de la revolución pendiente, eternamente pendiente, en las hueras palabras de los discursos con tanto polvo como el que ya había caído sobre las banderas.

SI ALGUIEN piensa que Miguel pudo aprovecharse de su condición de excombatiente, puede que no conociera su horario laboral de siete días a la semana, sin vacaciones anuales, porque la semana que se marchaba a Panticosa la pasaba con la cámara en la mano. Pocas veces le ví sin ella. En una de las últimas ocasiones, cuando la Asociación de la Prensa de Aragón me honró con su galardón, jubilado hacía ya tiempo, maltrecho tempranamente por un accidente automovilístico, allí estaba con una cámara pequeña para tomar nota de lo que sucedía, porque los viejos fotógrafos nunca se jubilan. Los jubilan las leyes biológicas, que siempre llegan a cumplirse en ese momento que siempre nos parece demasiado temprano, en un día raro, como el de hoy, cuando brilla el Mediterráneo y se estremece con el viento de levante hasta que ha venido Miguel a mi lado, con el silencio y la contundencia con que llegan los recuerdos, con la tremenda melancolía de unos años de vino y rosas en los que a mí me parecía que un periódico podía cambiar el mundo, y Miguel, que ya no creía en casi nada, se esforzaba como si ese principio fuera verdad. Gracias, querido amigo. Siempre nos quedará París (Miguel), siempre nos quedará el ejemplo de tu trabajo.

*Escritor y periodista