El Aragón rural tiene peso en este ligero libro que ha escrito Ángel Gracia, y que se lee de una caminata, del mismo modo en que se disfruta un paisaje. Siendo el autor un muy estimado poeta no es imposible que tuviera en su mente, al escribir El silencio y su canción, Hojas de hierba de Walt Whitman, acaso el primer poemario que aúna camino y naturaleza en un panteísmo místico, revelador a su vez de las luces y penumbras de un alma interior.

Late en la sensibilidad de Gracia, en su escritura, esa elegancia y respeto propio del creador hacia lo que, sin haberlo él generado, lo ha sido para su observación y canto; al menos, cree percibirlo así, como cuando, al descubrir en este libro al Maestrazgo su naturaleza invite a los lectores a escuchar su estremecedor silencio. No sé si lo han escuchado. Yo sí, y lo recuerdo como una experiencia casi mística. Pío Baroja lo oyó, Ramón Cabrera lo oyó, Ken Loach lo oyó, los ángeles y demonios que habitan esas peñas del Maestrazgo guardan asimismo espiritual silencio, por mucho que los Órganos de piedra de Montoro parezcan ir a sonar de un momento a otro.

Junto con los parajes de la montaña turolense o del río Pitarque, sus solitarios pescadores y sabrosas truchas, el narrador de El silencio y su canción nos habla del paisaje humano. De los masoveros, perdidos en remotos mases, enclaves de águilas, a solas con sus ganados. De los curas párrocos o mósenes de Cantavieja, Mirambel, tantos otros enclaves en los que parecen oírse aún las herraduras de los caballos de los carlistas, de los calatravos, de los templarios… El ruido, las voces, los silencios están presentes en cada página porque quien nos las cuenta es un técnico de sonido, con un oído aguzado a cualquier manifestación sonora. Desgrana sus historias con palabras, pero no dejamos de oír las campanas, el rumor de los arroyos, los cencerros, los desprendimientos, el susurro del viento en los árboles o la atronadora amenaza de una tempestad. Un libro inclasificable, como lo eran Hojas de Hierba o el Walden de Thoreau. Una sensible y pagana oración por una naturaleza a la que de pronto se accede y que uno querría siguiera siempre ahí, dando fe de una grandeza superior a cuanto el poeta de la ciudad había imaginado antes de coger el camino y ponerse a ascender, en la mochila de Ángel Gracia, la montaña de la felicidad.