Sigo con interés la aparición de las vacunas anticovid porque están resultando ser un ejercicio de comunicación empresarial apasionante. La primera, la de Pfizer: el 90% de efectividad. Subidón en bolsa, alegría desatada. Tenía alguna pega (esos 70 grados bajo cero de conservación, casi nada) pero por fin vislumbrábamos un poco de luz. Unos pocos días después, sale otra vacuna, la de Moderna, que promete el 95% de efectividad. Humm. Y se conserva mucho mejor.

Pues nada, doble alegría. Pfizer se mosquea y dice: donde dije un 90% de efectividad, quería decir un 95%, ¿eh? Y si hace falta, diré un 110%. Claro que una semana después, surge la vacuna de Oxford. ¿Y esta, qué ventajas tiene? Que es mucho más barata que las anteriores, y que su efectividad es mayor con media dosis que con dosis entera. Maravilloso.

Lo último es de ayer: los rusos también tienen su propia vacuna: se llama Sputnik V y ya me perdonarán, pero me he perdido y no sé cuál es su ventaja respecto a las anteriores. Y les aviso: ahora mismo hay 200 vacunas en estudio en todo el mundo, y lo van a tener fastidiado para encontrar un factor diferencial y colocarse en el mercado. Desde el punto de vista de la comunicación empresarial, como les decía, me gusta la idea rusa de ponerle nombre a la vacuna: me van a enchufar un Sputnik en vena, te dan ganas de decir. Eso mola. Por lo demás, no nos dejemos engañar por los cantos de sirena de los laboratorios y escuchemos a los científicos.

Desde luego que los resultados son prometedores, pero falta perspectiva histórica para conocer su efectividad. O sea, no bajemos la guardia con la prevención, que el camino que queda todavía es largo y un solo muerto más ya es demasiado.