Poco esperamos de Pablo Iglesias como vicepresidente para que tenga el decoro que se le presupone a su cargo. Pero el uso de su altavoz monclovita para atentar contra la libertad de prensa supone un flagrante acoso a los periodistas. El ejercicio déspota del poder para coaccionar a los medios de comunicación que informan del caso Dina, o de cualquier otro que atente contra los intereses del Gobierno, denota la inquietud por subvertir al periodismo.

Está acorralado. Es evidente que algo no cuadra en la relación que tiene el líder morado con su ex asesora Dina Bousselham. No es sólo su actitud paternalista por proteger fotografías íntimas de ésta, como bien denuncia la diputada de su mismo partido Gloria Elizo. Sino que desde su atalaya sólo intenta parapetarse en el poder mientras el periodismo ejerce su papel.

Porque Iglesias sólo tolera adulación por parte de acólitos mediáticos. Su impostura revolucionaria le concede una legitimidad que ha catapultado Pedro Sánchez otorgándole la vicepresidencia. Nadie del PSOE se sentía cómodo con Iglesias en ese nivel político. Ni se sentirán conformes durante la crisis del coronavirus cuando las costuras ideológicas de la coalición salten.

El ataque al periodismo de Iglesias contra los líderes de opinión que critican sus errores, como en el caso de Vicente Vallés con nombres y apellidos, demuestra que la institucionalidad del Palacio de La Moncloa está en horas bajas. No se recuerda un enfrentamiento al periodismo tan claro desde el máximo espacio ejecutivo del país. Sin mencionar la burda intención de naturalizar el insulto por parte de Iglesias cuando se le presupone el objetivo de alcanzar la estabilidad social. Su caso no es único. Es el ejemplo de cómo la pretensión por ser caudillo de un pueblo adoctrinado con mensajes vacuos le ha llevado a dejar en el sumidero a su partido político. Tanto en España como en Aragón. Estarán gobernando, pero son más una rémora ideológica que una necesidad en el Gobierno.

De ser un partido que alcanzaba el cielo por asalto a conformarse con perder alcaldías importantes para optar a gobernar con el PSOE. Y en algunos lugares lo ha logrado no por aritmética sino por ser merecido. Es la fotografía de Podemos: de querer ser todo a ser un cortijo de Iglesias. Los críticos han sido laminados para dotar al círculo del líder morado de un grupo de cortesanos que nadie reconoce en el Podemos que capitalizó el 15M.