La izquierda española tiene desde el franquismo un acrisolado complejo de superioridad moral. La simple militancia en un partido de esa adscripción ideológica, sin que hayan mediado virtudes heroicas, entregas martiriales a la causa popular o el más mínimo pedigrí de luchador social bastan a menudo para justificar lo injustificable. Piensan estos aprendices de revolucionarios que, por el simple hecho de tener un carné, ya son mejores personas que sus oponentes. Que poseen una primacía moral.

Se lo creen de verdad. No importa que personalmente no hayan contribuido a ni un ápice a la expansión y consolidación de la democracia en este país, que se quedaran en casa preparando oposiciones cuando otros se batían el cobre o que se atrincheraran en el cargo orgánico mientras sus compañeros pasaban frío en las madrugadas pegando carteles. Son militantes de un partido de izquierdas --la mayoría desde anteayer-- y basta. Eso ya les convierte en seres enteramente admirables, más allá de la crítica.

Sin esa injustificada jactancia, que inficiona a toda la izquierda española, no habría sedicentes izquierdistas capaces de subirse un 900% los gastos de representación ni aspirantes a ocupar un sillón en el Parlamento español cuya mayor contribución a la causa del proletariado --hecho completamente histórico, pueden creerme-- ha sido la de negarse a beber un whisky que no sea etiqueta negra. Y no vale decir que la derecha más. Ya no vale apelar a la oprobiosa. Ustedes solos se desprestigian.

*Periodista