Hace años, un inmigrante contaba que en su pueblo centroafricano los más jóvenes creían que en Europa --destino de sus anhelos-- la gente compraba lo que quería e incluso el banco les daba dinero utilizando una tarjeta de plástico que todo el mundo tenía. Conforme se acercaban a las fronteras blindadas iban conociendo el esfuerzo que las hacía posibles y el sueño de las estanterías de colores tornaba al gris de los pisos patera. Poco imaginaban aquellos transmisores de bulos a la inocencia desesperada que semejante mentira era verdad. Pero solo en España y para unas docenas de encorbatados, eso sí de todos los pelajes, aunque abunden los exquisitos de trajes a medida y fino paladar a quienes saben que la vida les da lo que por cuna les garantizaron que merecen. A los recién llegados al gratis total, sus siglas los ponen de patitas en la calle a la que no supieron representar. Los perfumados dimiten de asesorías reales con experiencia en elefantes abatidos. No es de extrañar la conexión, el amigo del España va bien se cepillaba leones, antílopes, hipopótamos y hasta cebras a cuenta del estrés por dirigir una caja a la que hemos puesto a flote entre todos. La cárcel no es lugar --como bien sabe el juez Elpidio-- para tan magnos huéspedes. Así que, aprovechando su afición a la caza y su atracción por África, se les podría condonar cualquier sentencia improbable por un trabajo social en el continente. Sin riesgo de colmillos no necesitarían el rifle. Con unos guantes y una mascarilla sería suficiente. Periodista