Que José María Aznar es un cruzado, un político cuajado al viejo estilo, marcado por los hierros del honor, ungido por la espada de la verdad, es algo que, una vez más, resultó evidente durante su comparecencia ante la comisión de una investigación que escudriña los crímenes del 11-M, y el comportamiento del gobierno frente a aquel cruento atentado. Pero allí, en el Congreso, ante esos intogados jueces, no se debatían ayer el honor ni la verdad del ciudadano Aznar, del cruzado, sino lo que estrictamente ocurrió en el corredor del Henares, cómo ocurrió, por qué ocurrió, y qué hicieron frente a todo eso, preventiva y consecuentemente, el presidente, su ministro del Interior y las fuerzas de seguridad a su cargo.

En dicho sentido, la maratoniana declaración del ex presidente no sirvió de nada. Su testimonio no contribuyó a que los españoles tuviésemos una idea precisa y nítida de las amenazas a las que nos enfrentamos. El gobierno de Aznar, pese a hallarse en guerra contra un país árabe, pese a ser conocedor de las amenazas de Al Qaeda, pese a las advertencias del espionaje internacional y de sus propios aliados, fue incapaz de predecir y conjurar la matanza de Atocha. Después, maniatado por la ambición de ganar las elecciones al precio que fuere, tampoco arrojó luz sobre la autoría, sus causas, sus implicaciones, sus cómplices. Más bien tejió una tupida malla, tras la cual, poco a poco, hemos ido visionando a los suicidas de Leganés, a los miembros de las células durmientes, a los dinamiteros asturianos, a los confidentes de doble fondo... todo un universo delincuencial, como decía Alvaro Cuesta, al servicio de un maquiavelismo.

Nada de eso parecía saber o indagar Aznar, ocupado, como lo estuvo, en atribuir a ETA el atentado, y en intoxicar a la opinión a través de sus conversaciones con los directores de los medios, y de las instrucciones que él mismo impartió a sus portavoces. La verdad iba abriéndose camino en las cancillerías, en las policías europeas, en las jefaturas de gobierno, pero no era su verdad, y por lo tanto no podía ser cierta.

Pero todavía hoy, meses después, sigue sin creer en los hechos. Aznar está convencido de que los etarras se jugaron la última carta para expulsarlo de Moncloa en macabra alianza con unos cuantos árabes desesperados capaces de hacer cualquier cosa con tal de obtener vía directa al paraíso de Alá, y que el resto, la confusión, la réplica, la mentira , fueron obra de un contubernio civil encabezado por Iñaki Gabilondo, o por Polanco, y secundado por unas cuantas redacciones de periódicos que Aznar venía considerando serios, pero que le defraudaron en toda regla. Gabilondo, en estrecho contacto con Rodríguez Zapatero y Rubalcaba, se habría inventado el bulo del terrorista suicida, el del vídeo, el de las discrepancias policiales en torno al operativo terrorista. No fue Gabilondo, empero, quien depositó la cinta del Corán en la furgoneta de los detonadores, pero esa cinta, dijo Aznar, poniendo cara de Phillip Marlowe, no consiguió engañarle en un principio, pues se trataba de una cassette "comercial", o de una pista falsa. Que un comando islámico reivindicase las mochilas--bomba tampoco descompuso su verdad.

Sólo convenció a los suyos.

*Escritor y periodista