El llamado régimen del 78 (lo defino así sin ninguna intención malévola) se ha roto por todas las costuras. Primera: el nuevo paradigma económico ha dinamitado el Pacto Social lanzando al paro a millones de personas y encajando en el mercado laboral a otras tantas con sueldos de auténtica miseria. Segunda: la corrupción, profunda y estructural, ha quebrado la confianza en las instituciones públicas y en los políticos que las gestionan. Tercera: la fractura territorial, la peor de todas, que permite simplificar todas las contradicciones resumiéndolas (pero tambien enmascarándolas) en un paroxismo de fervor patriótico. Una sola palabra (¡España!, ¡Independencia!) sirve en cada bando para movilizar los sentimientos, justificar las mentiras, ocultar los errores, movilizar a las masas y amalgamarlas con el cemento de la rabia y el odio. Banderas, himnos, feroces insultos en las redes sociales: fascista tú, no tú, ¡yo soy la ley y la democracia!, ¡no, la ley y la democracia soy yo!, ¡viva!, ¡muera!... Tristísimo.

Hace tiempo que la crisis transversal que estalló en 2008 ha sido abordada por los partidos pero también por sus correspondientes entornos sin otro propósito que arrimar el ascua a la respectiva sardina. Puro oportunismo. La derecha ha pretendido releer la Constitución en un sentido regresivo. El PSOE, roto, se ha quedado en tierra de nadie, La izquierda alternativa se ha puesto a imaginar extravagantes piruetas para saltar desde la ventana de oportunidad a unas calles ganadas para la ¿revolución? Los independentistas catalanes han cogido la oportunidad por los pelos fabricando un relato de opresión y afrentas (había que oír ayer a Puigdemont) tan exitoso como inexacto. Sus homólogos vascos se mantienen expectantes.

El nacionalismo de ambos signos se revuelve contra el vecino. Ya no se habla de la Gürtel ni de los ERE ni del 3% ni de la sanidad ni de la educación ni de los recortes ni de los 800 euros al mes. Solo de fervor, traición, fuerza, enfrentamiento y mala hostia. Qué buen momento para los canallas.