Poco a poco, John Grisham, uno de los autores de best-sellers más leídos en todo el mundo, va consiguiendo su propósito de ser considerado, además de como un maestro del thriller , como un escritor dotado de cierta profundidad y capacidad de observación y análisis. Más literario, digamos, que lo que su publicidad, como autor de evasión, genera.

En su reciente entrega, El útimo jurado , más que correctamente vertida al castellano por María Antonia Menini, el célebre exabogado de Jonesboro (Arkansas), donde vino al mundo en 1955, pone en pie, a fin de enriquecer su trama y hacerla creíble en todo momento, un condado de Misisipí, en el Profundo Sur de los Estados Unidos. Clanton, en la ficción.

De forma paralela a la trama de acción, basada en un asesinato y en el juicio de su autor material, Grisham se esfuerza por dotar de cara y ojos, sentimientos y creencias, a una población inserta en las luchas por los derechos civiles que agitaron los estados sureños durante la década de los setenta. Los ecos de la integración racial y del fracaso de Vietnam se entremezclan con las peculiaridades locales del sistema judicial y de los procesos electivos de la representación popular.

Para ello, a modo de personaje conductor (el relato esta escrito en primera persona), el autor crea un personaje convicente, Willie Traynor, joven y utópico director de un pequeño semanario comarcal, el Times , con una tirada no superior a los cinco mil ejemplares. Desde esa tribuna, el periodista seguirá en primera línea el desarrollo de los acontecimientos consecuentes a la comisión de un bárbaro crimen, relatándolos con una mezcla de objetividad y pasión que aspira a poner en marcha el maniqueísmo del lector, su esencial dicotomía moral entre el bien y el mal, y su integración en la narración por esta vía de compromiso o complicidad (fenómeno que suele acentuar el uso narrativo de la primera persona).

El esfuerzo de Traynor por integrarse en la pequeña comunidad de Clanton se encausa en el deseo de erigirse en su portavoz, a través de las páginas del Times , pero en esa efusión de camaleónica solidaridad puede entreverse también un trasunto de las convulsiones intestinas del país, de sus contradicciones, de la radical confrontación entre el segregacionismo racista y la revolución de las flores. Clanton, así, con sus sheriffs , sus judíos, sus negros, o con los boscosos blancos que imponen en el delta la ley del seis tiros, se va elevando como una suerte de trágica metáfora, en la que la paz cotidiana puede provocar, y luego superar, el estallido del odio.

El último jurado es también un homenaje al periodismo local, clásico, antiguo, que hoy casi ya ha transcurrido a la historia. Un recuerdo lleno de ternura a las noticias cotidianas, a los reportajes de interés humano, a la prensa costumbrista, o de tipos, y al arte de redactar notas necrológicas. Un descenso antropológico al origen de la profesión, con esos viejos reporteros con petaca y lectores que señalan las erratas y envían cartas al director.

Pero, sobre todo, un buen thriller .

*Escritor y periodista