Todos vivimos bajo un mismo cielo, formamos parte de un tronco común; todos hemos de comportarnos con sentido de lo colectivo, porque cualquier cosa que hacemos u omitimos tiene su repercusión en los demás. Esta es una evidente conclusión que nos ha dejado la pandemia: solo desde la unión podemos preservar nuestra salud, siquiera sea al precio de alguna mínima limitación de nuestra libertad individual, restricciones que necesariamente han de entenderse como provisionales y de obligadísima e inmediata restitución. Por desgracia, no faltan ejemplos de insolidaridad, plasmados en fiestas privadas, reuniones clandestinas y otras conductas que no solo suponen un riesgo para quienes las practican, sino también para quienes les rodean. ¿Acaso celebran la suerte de no padecer la enfermedad, desconociendo que, aunque asintomáticos, pueden transmitirla? ¿O es que, simplemente, no les importan las consecuencias de sus actos?

Tal vez la vacuna no impida el contagio, pero previene sus más graves efectos. En tanto no se alcance esa cacareada inmunidad de rebaño, negacionismo y comportamiento insensato constituyen el más grave riesgo para la salud colectiva, pero, por desgracia, todo lo referente a la vacunación, salvo su eficacia, llega envuelto en incertidumbre, confusión y retrasos mal explicados. ¿Cómo hace medio siglo fue posible vacunar a toda la población zaragozana en menos de una semana? Ahora, la demora se hace insufrible para las personas más vulnerables, mientras que Margarita Robles, la ministra mejor valorada del gobierno, se sorprendía hace escasos días, por haber tenido que esperar su turno durante casi una hora. El tiempo tiene siempre un gran valor. Para todos y en todo momento. Pero adquiere una dimensión muy especial cuando señala precisamente lo que aún nos resta de vida.