Uno intenta hacerse a la idea de que todo sigue más o menos igual, pero evidentemente no es así. Cualquier acto mecánico o habitual en otros tiempos deviene ahora en estos días extraños en un episodio valeroso, osado, casi heroico. El simple hecho de bajar la basura se convierte en una pequeña fiesta, no sin su parte de aventura, temeridad y desafío. «¡Ach, héroe!», me digo a mí mismo mientras salgo con las bolsas de basura a la calle desierta. Y el ir a comprar al supermercado, quién lo diría, toma visos de toda una odisea. Los primeros días salía con el rostro protegido por un cachirulo; parecía un bandido festivo. Ahora que la cosa se va poniendo más seria ya llevo mascarilla y guantes. E intento respetar los dos metros de separación con toda persona con la que me cruzo; hay que andarse con cien ojos. Nos enfrentamos a un enemigo invisible, astuto y taimado, que nos puede atacar en cualquier momento y a través de cualquiera. Y al mismo tiempo, tenemos que proteger a los demás de nosotros mismos. Cualquier precaución es poca.

Quienes mejor lo entienden son los niños, que están llevando esta cuarentena como campeones. Nos dan cien mil vueltas a los mayores. Asumen que no pueden salir de casa con una entereza admirable; qué maduros son los pequeñajos. Mis hijos realizan los deberes por las mañanas, de lunes a viernes, intentando mantener los horarios habituales del colegio en la medida de lo posible. Siguen con sus rutinas pese al cambio de escenario. Cuando acaban, nos entregamos al ocio y a los juegos de mil maneras. Hemos montado una improvisada mesa de ping-pong en la cocina, jugamos en el salón a la wii, al Just Dance, vemos vídeos para practicar yoga, pilates, espalda sana… Ay, para un año que me había apuntado al gimnasio...

*Escritor y cuentacuentos