Durante estos días de confinamiento hemos conocido la desaparición de millones de mascarillas alemanas en Kenya, que Francia bloqueó la distribución de material sanitario hacia Italia y España, o que EEUU compró en China toneladas de mercancía previamente adquirida por Francia. Esta incompleta relación de despropósitos, que ha servido a veces como munición para la oposición política, podría llevarnos también a reflexionar sobre las contradicciones que la epidemia ha evidenciado, así como sobre las posibles salidas de la crisis.

Los circuitos de producción y distribución basados en la rentabilidad de las deslocalizaciones industriales han demostrado ser ineficaces, caros e inseguros en momentos de extrema necesidad. La decisión de situar industrias básicas en países con salarios bajos y condiciones laborales poco exigentes dejó a millones de personas en Europa pendientes de un subsidio de desempleo o de una jubilación anticipada. Las grandes empresas, muchas veces después de haber recibido ayudas púbicas, desplazaron los costes de dicha mano de obra hacia el estado y partieron hacia oriente a obtener mayores beneficios. Hoy comprobamos que este modelo ha dejado desprotegidos a muchos estados y a sus habitantes.

Es difícil a día de hoy conseguir equipamientos para unidades de cuidados intensivos o incluso mascarillas, y sabemos que la mayoría de los principios activos de los medicamentos que tratarán el virus se fabrican en China o en India. Este proceso, que comenzó tras la crisis del petróleo, se aceleró en los años noventa y continúa después del 2008, ha sido defendido sin fisuras por los partidos liberales y conservadores, mientras la socialdemocracia parece haberlo asumido como inevitable.

La lógica internacional de la producción y de la distribución de mercancías es una de las causas de la falta de material sanitario en España, Francia o Italia, pero no la única. La gestión de la salud pública y del cuidado de ancianos se ha ido desplazando hacia instituciones privadas o se ha administrado con criterios de eficiencia empresarial, que reducen la previsión para ahorrar costes. El sistema, que no ha colapsado gracias al sector público (personal sanitario civil y militar, hospitales de campaña, inversión pública) está siendo cuestionado desde hace años por los profesionales sanitarios, mientras los estados celebraban la vuelta al crecimiento desde la crisis del 2008. Hoy nos asombra cómo al agotamiento físico y psicológico de los profesionales hay que añadir también una gran cantidad de contagios y no pocos fallecimientos.

Por último, la Unión Europea (UE) decide estos días cómo se afrontará la crisis desde el punto de vista financiero. Más allá de las habituales referencias a la «imprevisión» de los países latinos, hemos conocido varios modelos: después de que el Banco Central Europeo (BCE) haya asumido la compra de deuda de los estados afectados, España o Italia han pedido la emisión de bonos de deuda avalados por la Unión y no por cada país en particular («coronabonos»). En cambio, Holanda o Alemania solicitan activar el Mecanismo de Estabilidad, que ayuda a los estados pero con condiciones, muy exigentes en la anterior crisis y que la propia Unión se encargaría de supervisar. Veremos qué mecanismo se acaba poniendo en marcha y cuál es su eficacia, pero de momento la ciudadanía ha percibido a la UE como una burocracia lejana, que no ha trabajado unida contra la crisis sanitaria. Por ejemplo, no ha intentado asegurar la llegada de material sanitario y no se ha preocupado de que circule en función de las necesidades de cada estado miembro. ¿No nos debería causar cierta inquietud que una multinacional del textil se desenvuelva aparentemente con mayor soltura que los estados europeos en esta situación?

En medio de estas grandes contradicciones, debemos reflexionar sobre los desafíos que plantea la salida de la crisis. Si se produjera como en el 2008, ya sabemos que la «refundación del capitalismo» se traducirá en un puñado de estados enormemente comprometidos por el pago de sus deudas, lo que les volverá a impedir desarrollar políticas suficientes de inversión pública. En tal caso, ¿cómo afrontaremos la siguiente crisis?

Otro peligro muy presente ya en Europa es el del aumento del autoritarismo, que quiere confinarnos de nuevo en el marco de los estados-nación, que desconfía de las soluciones colectivas y que simplifica el relato de la crisis apelando a los miedos colectivos de cada país. El oportunismo de la extrema derecha, el ejemplo ya diáfano de Orbán en Hungría o las propuestas tecnológicas de control social, podrían concretarse en los próximos meses o años. En último lugar, cabe preguntarse cuál será a partir de ahora el papel internacional de la Unión Europea, que corre el riesgo de desdibujarse aún más en medio de un conflicto multipolar entre China, EEUU o Rusia.

Como el futuro no está escrito, la salida de la crisis podría llevarse a cabo también con una Unión Europea más fuerte y unida. A pesar del virus, es un buen momento para reflexionar sobre asuntos como la dependencia energética, los tratados de libre comercio, la política fiscal y monetaria o una reindustrialización estratégica. Es urgente, además, fortalecer los servicios públicos y actuar conjuntamente ante crisis globales que no han desaparecido, como los miles de refugiados de nuestras fronteras o el cambio climático.

*Doctor en Historia y profesor en el IES Río Gállego de Zaragoza