«Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación»

Charles Dickens, ‘Historia de dos ciudades’

Somos seres frágiles. Hijos del individualismo extremo que abandera una sociedad adictiva y pulsional nos mostramos enteros, pero en el fondo estamos rotos. Nos empeñamos en esconder nuestra fragilidad, pero somos meras hojas que sueñan ser árboles, cuando no bosques frondosos, pero que en realidad son brácteas arrastradas por el viento, incapaces de percibir que solo la unión de hojuelas hace al árbol, y la unión de estos, los bosques.

Y ahora nos dicen que el resto de las personas tiene que importarnos, que actuemos con responsabilidad pensando en los demás, a nosotros, a los hijos del todo vale con tal de tener más, cuando somos incapaces de ver más allá de nuestro ego. Pensar en los más vulnerables, en los más necesitados y en especial en los ancianos no parece tener cabida en las fronteras de una sociedad que solo valora a las personas conforme a su capacidad de producir. Si antes se les consideraba depositarios de los conocimientos, ahora en tiempos de la infoxicación digital se les abandona como a un disquete obsoleto. No, por supuesto que no me refiero a usted. Usted no es un homo homini lupus, pero ya sabe el dicho: «Que tire el primer rollo de papel higiénico aquel que esté libre de haberse dejado llevar por el actualizado aforismo produzco y consumo, luego existo». Claro que a veces también pensamos, ergo existimos y es que cuando el tiempo se pausa y la era de la inmediatez parece romperse, puede ser que nos aburramos tanto que nos dé por reflexionar. Eso si usted, como yo, es un afortunado y no una de tantas personas que estos días están sobrepasadas por las horas de trabajo, dejándose su salud. Esos mismos que hasta hace unos pocos meses criticábamos cuando teníamos que esperar en la consulta, como si ellos tuvieran la culpa de la falta de medios, de que no se apoye con dinero en vez de palabras.

Pero volvamos con usted, si es de los que de alguna manera u otra se le ha parado la vida, quizá pueda apretar el pause de nuestra memoria flotante -tan parcial y discontinua como necesitada de constantes dosis de estimulación para acabar sin atender ni entender nada- para transformar el aburrimiento en una oportunidad de información, análisis y reflexión. Y así, desde nuestra arqueología del presente, desde el silencio del enclaustramiento obligado es posible que a la soledad le dé por dejar de esconderse y haga que la imagen que refleja el espejo de nosotros mismos alcance nuevas dimensiones esperpénticas.

Y no, no sé si usted nadará en papel higiénico en su casa o estará limpiándose con libros que aún guarde por casa, haciendo un homenaje sui generis a Carvalho. No sé si vive sumergido en la abundancia o es de esos condenados a ahogarse en el charco. Pero sea como sea, estará conmigo en que la palabra solidaridad nos viene grande. Y no un par de tallas más, no, nuestra sociedad no es sólida, ni maciza o consistente y desde luego no se caracteriza por su solidaridad. Nuestra sociedad es sorda, quita voz a unos y se la da a otros, no, la solidaridad no tiende a aparecer en el diminuto mundo que recorre nuestro ombligo. Y es que sin duda la palabra solidaridad nos viene grande. Basta con observar los primeros días de la crisis para apreciar como en los supermercados lo que cundió fue el sálvese quien pueda, compras irresponsables y compulsivas como atestigua la somatización del estrés y la ansiedad que supuso el acopio de papel higiénico para que si llega el coronavirus al menos nos pille con las santas posaderas porque aceptémoslo, el papel higiénico es barato y por lo general fácil de conseguir, por lo que comprarlo no solo hacía que cierta gente pudiera sentir que ya estaba haciendo algo contra el coronavirus, sino más bien constatar que no solo somos profundamente irracionales, sino también egoístas.

Sí, también ha habido gestos solidarios, aplausos ante el sudor, esfuerzo y rabia de todos los grupos sanitarios y trabajadores que hacen que nuestro mundo siga girando, pero no dejar de ser conatos que pueden augurar que algo despierta en la comunidad, para luego volverse a dormir. Porque no basta con saber que nuestra salud depende de otras personas, y que necesitan de medios económicos y armarse con una cacerola para salir al balcón, sino adentrarnos en el sufrimiento social y en esta crisis, hay mucha gente que está sufriendo. Me refiero a los que sufren de verdad, a esa gente que no aparece en los noticiarios, a los ancianos que viven en pueblos medio deshabitados, con miedo por no tener un hospital cerca; a los presos que se quedan sin poder ver a sus seres queridos y a los que no se les da ninguna alternativa; a los que no llegan a pagar el alquiler a fin de mes y viven sin saber que les espera el futuro. Son los de siempre, los que más sufren en tiempos de crisis. Nuestra aspiración no puede satisfacerse con el consumo inagotable de bienes y servicios. Tiene que ser la de una sociedad más justa que lucha contra la explotación, la dominación y la injusticia distributiva. Una sociedad de niños grandes y caprichosos que solo saben pedir o protestar cuando la realidad no es tal y como se les antoja es en sí un virus para el bien común.

He ahí nuestra verdadera fragilidad, el pensar en el otro desde el miedo, el olvido o la indiferencia y no desde la preocupación. Es así de fácil, cuando la crisis ahoga o nos hundimos o salimos, o retrocedemos y nos desmoronamos o crecemos. Una sociedad de individuos atomizados orientados hacia la gratificación de sus propios deseos e intereses es una sociedad que lucha contra el otro y esto acaba suponiendo una lucha contra nosotros mismos. Sí, somos frágiles, y la solidaridad es la única capaz de salvarnos ahora y siempre. Porque si nos reconocemos frágiles, si usted y yo no nos percatamos de que habitamos los límites de los demás como los demás habitan los nuestros, seguiremos siendo una sociedad enferma. Por tanto, le propongo que nos dedicamos a pensar en cómo podemos cambiar para empezar a compartir con nuestros vecinos y ayudar a los más vulnerables y para, en definitiva, dejar de ser parte del problema y empezar a ser parte de la solución.

Así que sí, #quédateencasa y #piensaenlosdemás.

*Profesor, historiador y doctor en Filología