Al final, las cosas son muy sencillas. El pueblo americano ha acabado con Trump por la revolucionaria vía de votar; y parece que vemos la luz contra la pandemia por la revolucionaria vía de la investigación científica. Con ello quiero decir que en tiempos de infodemia (empacho serio de informaciones, a menudo contradictorias) en las que damos vueltas y vueltas a una idea hasta la angustia, resulta que lo obvio suele ser la solución.

En el caso de estos dos accidentes de la naturaleza (Trump y el coronavirus) hará falta además una seria labor de limpieza y restauración tras los daños causados. Porque en ambos casos, tras su advenimiento, el mundo ya no volverá a ser igual. Pero eso es la vida: cambio constante, adaptación. Trump ha aniquilado la poca decencia que le quedaba a la política estadounidense, pero hay millones de personas, que antes no votaban porque pensaban que daba igual, que son las que lo van a desalojar de la Casa Blanca. En el caso del coronavirus, se han pulverizado los antiguos dogmas de la investigación: han sido meses de trabajo científico en todo el mundo, el talento de miles de seres humanos sin nombre reconocido, aportando cada uno su sabiduría, hasta cristalizar en la vacuna de Pfizer y en las demás que vendrán en cascada después. Queda mucho por hacer, pero hoy me siento optimista: en lugar de ir hacia un lugar oscuro e incierto, se vislumbra una cierta luz.

Cuando me siento flaquear, pienso en la potencia del ser humano para renacer constantemente de las peores tragedias. Y como no quiero que este buen humor se me acabe, me voy a recetar una dieta de buena literatura y a huir conscientemente de las malas noticias. Ojos que no ven, corazón que no siente.