Ese misil de Bebé cuando la primera parte expiraba lo cambió todo. Hasta ahí, el Zaragoza había estado imponente. Liderado por su capitán, el equipo aragonés había sometido a un Rayo que a la media hora ya tenía dos goles de desventaja. La suculenta renta premiaba a un Zaragoza que acumulaba batallas ganadas y que, al fin, derrochaba eficacia en las áreas. Sobre todo, en la ajena tras convertir en dos goles una ocasión y media. Las dudas del Rayo, que acumulaba dos meses sin ganar en casa y cinco encuentros seguidos sin conocer la victoria, no paraban de crecer.

El caso es que, a pesar del marcador, el Zaragoza ya había dado muestras de inquietud atrás. Sobre todo, Jair, un manojo de nervios durante todo el choque. Faltas innecesarias cerca del área y sencillas entregas mal ejecutadas eran lo único que daba vida a un Rayo al que su rival parecía obligar a seguir creyendo. Y llegó el torpedo de Bebé, directo a la línea de flotación de un Zaragoza que, tras comprobar que el casco no sufría daños graves, mantuvo el rumbo. Sin embargo, el misil había provocado una grieta que ya no pararía de crecer.

Los aguerridos guerreros del primer periodo se quedaron en el vestuario. El tanto de Catena apenas reanudado el choque fue el fin para un Zaragoza que ya no tenía nada que ver con el de antes. Ahora, el miedo paralizaba a jóvenes y veteranos. Todos eran niños envueltos en pánico.

Se acabó la intensidad, la solidaridad y el físico. El varapalo anímico de perder semejante tesoro y de haber devuelto a la vida a un oponente al que se lo llevaban los demonios, pudo con todos. También con JIM, que no se podía creer lo que contemplaban sus ojos. Tampoco él entendía nada.

Pero lo peor estaba por llegar. Después de que el blando marcaje de Jair facilitara demasiado las cosas a Catena para empatar, llegó el gran fiasco. Vigaray, brillante en la primera parte, cometía uno de esos gravísimos errores impropios de un futbolista curtido en mil batallas. Su cesión a Cristian sin percatarse de que Álvaro le había adivinado las intenciones, fue el fin para un Zaragoza empeñado en cavar su propia tumba.

Semejante desfile de despropósitos defensivos devolvió a aquel equipo tan frágil que se rompía con un solo soplido. Aparecieron, de nuevo, todos aquellos fantasmas que parecieron haberse esfumado ante la fe de JIM y que ya asomaron ante Alcorcón y Oviedo. Ese Zaragoza menor, infantil y apocado incapaz de reaccionar ante la adversidad y preso de su propia inseguridad.

Faltaba un mundo, pero no había nada que hacer. Por primera vez en la temporada, el Zaragoza perdía después de adquirir dos goles de ventaja tras recibir, también por primera vez, tres tantos en un partido. Bautismo cruel. No paró de llorar hasta el final ese grupo de niños que no aceptaba lo que estaba pasando. Aquel misil de Bebé rescató al Rayo y comenzó a hundir a un Zaragoza al que su propia fragilidad se lo llevó por delante. Eso y unos errores infantiles tan evidentes como dañinos. Bebé se comió a los niños.