En el mundo del fútbol estamos habituados a los tópicos, al uso de lugares comunes con frecuencia semanal. Los utilizan los protagonistas como asiduo refugio y acostumbrada vía de escape. Quien más, quien menos también los ha replicado en más de una ocasión con absoluta naturalidad. El Real Zaragoza 20-21, el de nuestros lamentos, lleva jugando finales desde que la temporada empezó a curvarse en dirección hacia el fondo de la tabla con Rubén Baraja en el banquillo y los números y los datos confirmaron que la planificación deportiva había sido aciaga, con errores terribles, fundamentalmente en la elección de los delanteros, piezas claves en cualquier organización futbolística en tanto en cuanto son los encargados principales de hacer goles, el oxígeno, el aire por el que respiran los equipos.

Cada partido es una final para el Real Zaragoza desde hace meses, muchas perdidas ya por el camino, otras sacadas adelante con un esfuerzo agónico. En busca de los 50 puntos, o sus alrededores, que quizá no sean necesarios tantos por el elevado ritmo que llevan los primeros clasificados, el equipo necesita cada jornada el mejor encuentro posible y llegar habitualmente a su máximo. En 1953, en otros tiempos y en niveles muy diferentes, la pujante Hungría de Puskás, Kocsis o Czibor humilló a Inglaterra con un juego exquisito en su templo de Wembley por un espectacular e inaudito 3-6. The Times tituló la exhibición con honores: ‘The Match of the Century’.

De aquí al final de temporada, a su escala, en su descafeinada medida, lejos de aquellos fastos, en esta pobreza sin lujo alguno, el Real Zaragoza necesita un partido del siglo cada semana. Al menos, el mejor de los posibles y, siempre, optimizar sus limitadísimos recursos. Como hizo en un día gris contra el Tenerife con el primer tanto de Álex Alegría con la blanquilla y perpetrado al final del encuentro con cuatro centrales en su inacabable sufrimiento. Tres puntos más y a por el siguiente partido del siglo.