«¿Por qué los japoneses tenemos que trabajar tan duro? Querría vivir una vida más sana y divertida (…) Querría morir (…) Pero no me suicidaré». Las reflexiones de Kazuya Nishigaki en su blog personal reflejan el tormento y las angustias internos que atenazaban su existencia los meses previos a su trágica desaparición. Una válvula de escape a todas luces insuficiente para reencauzar la deriva existencial del joven trabajador de una empresa de componentes electrónicos que trataba de rebelarse contra unas obligaciones laborales que le arrebataron el control de su vida. «A los seis meses de comenzar su trabajo, ya ni tenía tiempo de cocinar. Estaba tan ocupado que apenas dormía y comenzó a ver mermada su salud», recuerda su madre, Michiyo Nishigaki.

Kazuya solía estar en la oficina desde primera hora de la mañana hasta cerca de la medianoche, un impacto que casi parece liviano si se compara con las jornadas más exigentes para este ingeniero de sistemas: «En ocasiones trabajaba de las nueve de la mañana a las 8.30 horas del día siguiente, con media hora de descanso antes de cumplir con otra sesión hasta las diez de la noche: en total, 37 horas prácticamente ininterrumpidas», recuerda la señora Michiyo. La madre cifra en «más de 150 horas extra» las prórrogas laborales que Kazuya realizaba mensualmente, casi duplicando la jornada estándar. Y el día de descanso semanal que se le presuponía era, de facto, el momento en el que remataba su labor procesando desde casa datos pendientes.

A las condiciones draconianas de un régimen de semiesclavitud, debía añadirse la pesada carga de responsabilidades que encajaba pese a su exigua experiencia, «al nivel de cargos superiores pese a no tener su bagaje», relata la madre. Se acumulaban los días en los que perdía el último tren de la noche y debía tratar de descansar sobre el duro escritorio de su cubículo. Kazuya ya no era el de siempre. Su carácter jovial se iba apagando y su sentido de la responsabilidad abortaba cualquier conato de SOS a su entorno.

Su madre, cómo no, fue la primera en apreciar que las cosas no iban bien. «Le pedí que dejara la compañía, pero mi hijo me decía que incluso sufriendo depresión, todos sus compañeros se medicaban y seguían al pie del cañón. Me decía que si renunciaba entonces, ya nunca más tendría un buen trabajo como ese», explica. La mujer no insistió más tras la explicación del médico de empresa, que sostenía que no era una afección mental tan intensa como para dejar de trabajar. «Hoy sé que el diagnóstico no fue el correcto: en realidad sufría una depresión severa», lamenta.

El 26 de enero del 2016, el joven perdió la vida por una ingesta excesiva de los fármacos que tomaba para paliar los efectos de su trastorno. Tenía 27 años. «Nunca sabremos si fue un suicidio por sobredosis o si esta fue accidental tratando de sobrellevar su situación. Lo que es indiscutible es que fue víctima del exceso de trabajo», detalla la señora Nishigaki. Un extremo que podría haberse evitado si su hijo no hubiera vivido en una sociedad «que ha normalizado las jornadas laborales tan extensas», en buena medida por la tibieza del Gobierno para acotar esta lacra y por la impunidad con la que las empresas explotan la laboriosidad más allá de una «virtuosa idiosincrasia nacional».

Para que se produzca un cambio efectivo de ese paradigma de la cultura laboral, la madre de Kazuya reclama una nueva normativa que castigue penalmente el registro irregular de tiempo trabajado y vele por el cumplimiento de al menos 11 horas de descanso entre jornadas laborales. Aboga asimismo por hacer públicas las empresas donde se haya producido casos de karoshi y por monitorizar públicamente el cumplimiento de medidas efectivas. Una difícil cruzada, la de cambiar una tendencia tan arraigada, a la que la señora Nishigaki ha decidido entregar todos sus esfuerzos para que las nuevas generaciones tomen conciencia de las gravísimas consecuencias que comporta. Que la muerte de Kazuya no haya sido en vano.